6 jul 2011

El rock, la voz de los sin voz


Manzanares, 19 de diciembre de 2008.
Por Miguel Ríos
La verdad es que es un placer estar aquí, y haber atendido la llamada de mi amigo Román Orozco, porque me pareció estupendo que alguien tuviera esta idea. Una idea que solo se le podía ocurrir a él, porque es de esas personas que, durante los cuarenta y pico años que nos conocemos, están en la misma senda de seguir defendiendo las ideas sociales a cualquier precio, a cualquier coste.
Así que es un placer estar aquí, en la biblioteca de Manzanares. Esta biblioteca hace que uno sienta el peso del ciudadano sobre la ciudad. Para mí, el concepto de ciudadanía consiste en que el ciudadano esté por delante de la ciudad. La ciudad existe porque nosotros la vivimos y le damos sentido, no para que la ciudad viva de nosotros. Por ello, mi presencia aquí, tener la oportunidad de reflexionar sobre el concepto de ciudadanía, de ciudadano, me motiva profundamente. Porque, como decía antes Román, la posibilidad de que las ideas triunfen sobre las cosas tangibles, que lo intangible esté por encima de lo tangible, es tan extraordinario en estos días, que resulta esperanzador que a un amigo, al que aprecias desde hace tanto tiempo, se le ocurran ciclos tan oportunos como éste de la Escuela de Ciudadanos.
Bajo esta idea, vamos a charlar un rato esta tarde. Quiero agradecer a Román la invitación, y no quiero extenderme en las muchas prendas, humanas y profesionales, que visten a nuestro anfitrión, porque es un hombre tímido y se mosquea un poco cuando uno habla demasiado bien de él. No es como nosotros, los cantantes, que somos algo narcisos y queremos y necesitamos el reconocimiento del público.
Pero sí me gustaría destacar un rasgo relevante de Román como periodista, y es su defensa del ciudadano y del lector. Del ser humano como pieza angular de la vida y de la preponderancia de la libertad individual sobre cualquier tipo de dogma o de grupo de presión. Román siempre ha sido así, un buen profesional que tiene que entender el por qué de las cosas bajo el prisma de la razón. Por eso le joderá mucho, como a todos nos jode, que en estos tiempos donde se supone que el ser humano tendría que estar ya lanzado a la conquista de cuotas mucho más importantes para su desarrollo que el justo y necesario salario mínimo, estemos asistiendo al retroceso imparable de la dignidad y de los derechos de las personas.

Pilar Romero y Enrique Sierra

Me acuerdo que Román, cuando era muy jovencillo, me contaba, como nos ha recordado ahora al hablar sobre aquella revista, Mundo Joven, que su preocupación era que la censura le dejara pasar el artículo que estaba escribiendo. Hoy sigue escribiendo en su tribuna de El País (Andalucía) desde la que nos alerta a todos sobre la importancia de la sociedad civil y de nosotros como ciudadanos. De cómo individualmente tenemos mucho menos peso que como ciudadanos. De ese peso extra que nos otorga la ciudadanía es de lo que hablamos esta tarde.
Es lo que decía antes: la supremacía del ciudadano sobre la ciudad y del gobernado sobre el Gobierno.
La Real Academia de la Lengua Española define la palabra ciudadano, en su tercera acepción, como “habitante de las ciudades antiguas o de Estados modernos como sujeto de derechos políticos y que interviene, ejercitándolos, en el gobierno del país". Bajo esta descripción podemos cobijarnos todos los aquí presentes, porque todos tenemos derechos políticos, y cuando elegimos a nuestros representantes, los ejercemos. Pero, hace tan poco tiempo, en términos históricos, que tenemos esa condición de ciudadanos que aplaudo como muy necesaria la apertura de muchas escuelas como ésta, en muchas partes del planeta. Porque, en democracia, 30 años no son nada, si nos comparamos con los ciudadanos libres de los países de nuestro entorno y porque la participación política es un ejercicio que hay que engrasar. Es por lo que considero muy interesante estar aquí compartiendo esta experiencia con todos ustedes.

Aspecto de la sala, con Enrique Sierra en primera fila, a la derecha
Hace unos días hemos celebrado el trigésimo aniversario de la Constitución Española, que es la norma que nos otorga el rango de ciudadanos, la norma que posibilita el ejercicio de nuestros derechos políticos sobre el Gobierno de la nación, al que hemos elegido con nuestros votos. Ahora somos ciudadanos de pleno derecho, pero creo que somos un poco reacios a ejercer esos derechos. Nos hemos dotado de unas herramientas maravillosas para desarrollarnos como individuos libres, y la herramienta de más peso es la democracia, pero todavía no pasamos de su primera prestación, es decir, de ir a votar, de vez en cuando, cuando nos llaman a las urnas.
Pero somos muy remisos a la hora de exigir a nuestros políticos que cumplan sus promesas, y sólo en algunas contadas ocasiones hemos actuado como un cuerpo colectivo inapelable. Creo recordar que una de las pocas veces que hemos adoptado esa unidad, fue cuando toda una ciudad, todo un país, todo un planeta le gritó al señor Bush que no quería la guerra. Perdimos, y hubo guerra, pero en aquella ocasión nos mostramos como una sociedad organizada, como ciudadanos de primer orden.
Ahora, desde las oficinas de los defensores de los consumidores, pasando por las asociaciones vecinales, por las organizaciones no gubernamentales (ONG), por los foros de defensa del clima, de defensa de los derechos humanos, en fin, de muchos sitios, se nos está llamando para participar. Y se escucha siempre la misma queja: la falta de esa participación, la falta de la presencia de la sociedad civil, del ciudadano en la construcción de su futuro.
La gente se moviliza más para impedir que un equipo de fútbol pierda la categoría, que por la carestía y las injusticias de la vida. Le damos más valor y notoriedad a las vidas y milagros de un puñado de juguetes rotos y famosos sin causa, que a la de miles de ciudadanos que, de forma voluntaria y casi heroica, se juegan la vida ayudando a otros seres humanos más desfavorecidos, en los conflictos olvidados de medio mundo.
Esos son los voluntarios, los seres humanos imprescindibles que cantaba Bertolt Brecht, personas a las que admiro profundamente, gentes que, en muchos casos, nos están sacando las castañas del fuego de las conciencias adormecidas, y a los que, en el mejor de los casos, simplemente nos limitamos a mandar un donativo.
Son hombres y mujeres de todas las edades y de todas las condiciones, que atesoran una gran virtud: no están cegados por el falso brillo de la pedrería consumista y atesoran un gran concepto de la justicia social. Se han quitado las orejeras de burro con las que el neoliberalismo corona las testas de los compradores compulsivos, para que no vean las miserias de toda índole que nos rodean.
Cada vez más, se ve a las masas comprando sin sentido, sin darse cuenta de que hay una infinidad de necesidades artificiales, una catarata de objetos inútiles que nos están invadiendo día a día, mientras medio mundo padece hambre y carece de medios para cubrir sus necesidades básicas.
Porque el sistema ha querido construir, como bien apuntaba el otro día Román Orozco en su artículo ¿Ciudadanos o consumidores? (El País Andalucía, 11 de diciembre de 2008), no una sociedad de ciudadanos críticos individualizados, sino una sociedad de consumidores anónimos. Compradores compulsivos, insatisfechos y endeudados, poseídos por un afán in- fantil de poseer para epatar al vecino, para caer en la falacia del ‘tanto tienes, tanto vales’. Enganchados a los estímulos inducidos de la publicidad engañosa, que hace imprescindible lo más superfluo, en la que se nos dice que, por una pequeña cuota mensual, se puede vivir una vida tan luminosa y falaz como la que se vende en los anuncios que salen por la tele. Con el recochineo añadido, ¡lo repiten tanta veces!, ‘del porque tu lo vales’. Joder, nos tienen que decir desde la tele si valemos, o no, más que un perfume, si nos merecemos unas vacaciones o si nos gusta conducir un coche de lujo. Claro que es un comportamiento muy propio de una sociedad que cree que el paraíso consiste en un fin de semana en unos grandes almacenes.
Por el contrario es muy raro ver anuncios en la televisión que hagan la alabanza de lo intangible. Ver promociones del altruismo, del conocimiento científico, de la cultura, del pensamiento, del valor de la creatividad, del gesto solidario. Es algo que no hacen ni los medios de comunicación públicos, aquellos que pagamos con nuestros impuestos. Los héroes modernos publicitarios tienen los códigos de barras de la Corporación Dermoestética, del glamour cutre de los programas del corazón y de la entrepierna, mientras que los héroes de la constelación ética de las ciudades y de los ciudadanos, los Saramagos, los Sampedro, los García Montero, los Mandela, los Lennon, se mueven por el ejemplar e imprescindible reino de la solidaridad y el compromiso social, arropados por una muchedumbre silenciosa, inteligente, pero, por ahora, insuficiente para el cambio de modelo.

Con dos asistentes al acto, Miguel firma autógrafos
Vivimos en un mundo donde se crea primero un producto y luego su necesidad, donde se fabrican enseres de calidad fraudulenta, para que se rompan antes de tiempo y tengamos que sustituirlos por otros, y que la máquina no pare; en un mundo en el que el ser humano cuenta más cuando su cuenta corriente le permite endeudarse en mayor cantidad, hasta que vale mucho menos que su hipoteca.
En nombre del santo mercado, mil millones de personas pasan hambre en el mundo y otros miles de millones están en la cuerda floja de las hipotecas basura, de la comida basura, de los años y de los sueños basura.
En el otro platillo de la balanza de la injusticia legalizada por el orden neoliberal, unos cuantos poseen vastas riquezas de origen, algunas de ellas, inconfesable. Son los líderes del mercado y están en todas las listas de las personas más influyentes de la tierra, sus fotos y sus saraos son la comidilla de las revistas de economía y de la prensa de la casquería.
Últimamente, los gobiernos del planeta se han visto obligados por el flagelo de la crisis a salir al rescate de los ricos y de sus oficinas de finanzas internacionales. En vez de reformar el sistema, que sólo garantiza la desigualdad y el ensanchamiento de la brecha entre clases, los refuerzan a ellos con miles de millones para que los más afortunados no se mosqueen y no cierren el quiosco y los puestos de trabajo, deslocalizando sus empresas y sus fortunas.
Ante tanta ignominia, falta de honestidad y de civismo, se hace duro ejercer de buen ciudadano, o por lo menos tiene que resultar difícil y muy cabreante pagar los impuestos para vivir preocupados por si los bancos no llegan a fin de mes con el nivel de ganancias que esperaban. Porque esa es otra: o los bancos ganan una pasta indecente o tú palmas tus ahorros porque quiebran y cierran y te dejan sin nada.
Mientras, las estimaciones sitúan en ocho millones el número de personas que viven bajo el umbral de la pobreza en España, y el agravamiento de la crisis nos hace pensar que ese número aumentará, y lo peor es que hay algunos que, en nombre del sacrosanto mercado, quieren bajar los impuestos y abaratar el despido.
Por ello, es lícita esta pregunta: ¿pueden las personas que viven en esta situación, en la cuerda floja, ser buenos ciudadanos?

Con Mara Galván
Bueno, para combatir el pensamiento pesimista y las deserciones, estamos aquí, en ésta Escuela de Ciudadanos. Aunque, parafraseando a Groucho Marx, “yo no entraría nunca en una escuela que me tuviera a mí como maestro”, que eso quede muy claro.
Ahora, para relajar la tensión y pintar una sonrisa en vuestras caras, un poco de charla ficción. Lo primero que haría, si fuera un baranda del Ministerio de Educación, sería instalar escuelas de felicidad, y enseñaría exactamente lo contrario que me enseñaron a mí en un colegio de Granada de cuyo nombre no quiero acordarme.
No hablaría de la vida como un valle de lágrimas por el que tienen que transitar las almas, pecadoras o no, obligadas a hacer el bien para obtener el beneficio de la gracia en otra vida que, además, y para más INRI, es eterna. Me aseguraría que el destino de los pobres no sea el de sufrir con resignación y esperanza, porque antes entrará un pobre en el reino de los cielos, que un rico por el ojo de una aguja. Lo que haría sería abolir la pobreza. No dudaría en proclamar, como dicen los colombianos en ese español tan dulce con él que hablan, que la vida es un ratico que hay que vivir a tope, eso sí, con gallardía y coherencia durante toda la vida, en un aprendizaje constante que no entiende de edades. Desterraría el miedo y la culpa, la competitividad exagerada y el miedo al fracaso. Fomentaría la alegría como terapia, enseñaría a hacer el bien común, y explicaría que portarse bien no conlleva más premio que el de ser una buena persona, porque el máximo galardón al que puede aspirar un ser humano es ese, ser una buena persona.
En algunas escuelas de espiritualidad, se habla de la felicidad como el estado natural de las personas que no han sido contaminadas con teorías oscurantistas. Pienso que los hombres y las mujeres felices y solidarias son mejores ciudadanos. Propondría la tolerancia como credo.
Desde luego, la música es un buen conductor de felicidad. Pero, ¿es la música una buena constructora de ciudadanos? Sin duda alguna, la música es, desde el principio de los tiempos, portadora de emociones que ennoblecen al ser humano. Su contribución al desarrollo de la cultura, de la expresión artística y, por supuesto, de la evolución espiritual y social de las personas, es indudable. Pero, ¿somos los roqueros ciudadanos recomendables?
Bueno, aparte de que somos un poco arrogantes, de que nuestras vidas privadas son un poco disolutas y desenfrenadas y de que tenemos un excesivo deseo de protagonismo, yo creo que somos buenos ciudadanos.
Porque, aunque me figuro que habrá de todo, como en botica, gente mejor y gente peor, me atrevería a proponer ahora cinco nombres de roqueros modélicos, desde mi punto de vista. Cinco nombres a los que invitaría a vivir en mi ciudad particular, y si en este caso fuera Manzanares, en Manzanares. Yo tendría como vecinos modélicos en esa metrópolis ideal a músicos que me han inspirado a mí y a medio mundo por su compromiso con la sociedad, que los ha hecho grandes. Escojo sólo cinco por no alargar esta charla demasiado.

Con la directora de la Biblioteca Lope de Vega, Francisca Díaz Pintado (izquierda), Ángela Fernández Arroyo y Miguel Ángel Pozas
Por ejemplo, invitaría, como todo el mundo puede imaginarse, a Bruce Springsteen. Y lo invitaría porque me parece que es un ser humano importante, un tipo luchador arquetípico, una persona decente que ha mantenido una inquebrantable fidelidad a sus ideas. Lo hemos visto defendiéndolas al lado de lo más defendible que había en ese momento en un país tan estupendo, con una cultura de la modernidad tan fructífera, como son los Estados Unidos. Al lado de Barak Obama. La única esperanza de ese país de salir de la sequía de ocho años de ignominia que ha protagonizado el “zapateado” Bush.
Al segundo músico que invitaría es Peter Gabriel, un creador extraordinario, con una calidad humana remarcable, que ha compuesto canciones alucinantes, y ha trabajado en ideas planetarias que han inspirado el eslogan Otro mundo es posible, con su proyecto Un solo mundo, una sola voz. La idea es que podemos vivir otro mundo. Ese otro mundo tiene que hacerse, por supuesto, contra la gente que propaga el racismo y contra la gente que conculca los derechos humanos. Una idea extraordinaria, que con tipos como Peter será posible realizar.
Invitaría a Bob Dylan, un tío raro donde los haya, pero impagable a la vez, aunque se desconoce si es muy buen ciudadano, que yo sepa, y que ha pasado inadvertido en las ciudades donde ha vivido, porque nunca ha saludado a ningún vecino. Pero Dylan ha hecho tanto, tantas canciones maravillosas, que ya tiene la ciudadanía planetaria.
A Bono, de U2, lo invitaría como relaciones públicas, como conseguidor. Además, le haría un homenaje. Porque me encanta cantando, me gusta su actitud como músico, y porque además ha tenido que padecer horrores hablando con tipos tan desalmados como Blair, ¿os acordáis?, el amigo de Aznar, el señor Blaaaaaiiiiir. Tener que hablar con Blair de cómo está África, de cómo es posible que la hambruna africana esté teniendo lugar ante nuestros ojos, es digno de admiración. Bono, como hombre solidario, me parece que tiene muchísimas más virtudes que el excelentísimo cantante que es.
Para completar el quinteto –y no me acuséis de machista—, invitaría a Chrissie Hynde, la líder de The Pretenders, porque ha contribuido a casar algo que parecía imposible: el feminismo y el rock. Sabéis que el rock parecía que era un movimiento machista, en el que sólo los tipos eran adorados por las chicas. Por fortuna, llegó la liberación de la mujer y ahora hay muchas chicas cantando, tan bien o mejor que los chicos. Así que invitaría a Chrissie como representante de lo mejor del género humano: las mujeres.


Pero como no me gustaría que Manzanares padeciera lo que han padecido los niños de la Comunidad Valenciana, con eso de enseñar la materia de Educación para la Ciudadanía en inglés, invitaría también a cantantes de habla hispana. Porque todo el pueblo aprendiendo inglés para entenderse con sus invitados guiris puede ser un poco duro, aunque bueno para las escuelas de idiomas.

Al primero que invitaría sería a un roquero argentino que se llama Fito Páez. Un tío al que le tengo mucho cariño y admiración. Pero lo invitaría, sobre todo, porque escribió una canción increíblemente altruista: Quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón. Eso es lo que hacen los buenos ciudadanos, cuando parece que todo se está perdiendo en la ciudad, sale alguien, un ciudadano, que ofrece el elemento más noble que tiene el ser humano, su corazón, la vida. Aunque sólo fuera por esto, ya lo invitaría.
Después, y sin que el orden en que aparecen en esta charla signifique nada, invitaría al más dylaniano de nuestros maestros, Joaquín Sabina, que es, además, enemigo íntimo de Fito Páez. Hicieron un disco juntos, al que llamaron precisamente así, Enemigos íntimos. Pero fijaos qué buenos ciudadanos son, que siguen hablándose, aunque casi siempre en verso.
Pero, además, imaginad que Joaquín le hiciera a Manzanares una canción como las que ha hecho a Madrid. ¡Sería increíble! Todo el mundo la cantaría, sería fantástico. Joaquín la escribiría en ese estilo tan suyo, en esa especie de rumba-rock que se ha inventado y que han seguido después muchos cantantes e imitadores. Joaquín, probablemente, es una de las personas más importantes que podríamos invitar como ciudadano en nuestra ciudad ficción, uno de los tipos más entretenidos y más generosos que yo he conocido.
También invitaría a un amigo que se llama Fher y que canta en Maná. Tuve la suerte de grabar con él una canción llamada Cuando los ángeles lloran, en defensa de la Amazonía. Fher es un ecologista absolutamente convencido y eso nos conviene. El tema habla de un ecologista asesinado en 1988 por la oligarquía brasileña, Chico Mendes, que era un gran defensor de la Amazonía, un indio que puso a medio Brasil en contra de los taladores de árboles. Fher es una buena persona y creo que sería un vecino fantástico porque, además, es el tío que mejor tequila cultiva de todo México, o sea, que tiene también un valor añadido.
Hay otra persona que he conocido últimamente, y al cual le he tomado un cariño especial. Hemos estado hace muy poco cantando en Chile, en el centenario del nacimiento de Salvador Allende. Se trata del colombiano Juanes, un músico que está luchando, con un valor increíble, por establecer la posibilidad de ser ciudadano en su país. Algunos dirían que los músicos tienen la cabeza llena de pájaros. Pero hay tipos como Juanes que se la juegan para decirle al país, al Gobierno y, sobre todo, a la guerrilla que no, que están equivocados, que la violencia no es el camino. Y cantan por la paz y la concordia.
Para cerrar este quinteto de impagables vecinos imaginarios, hay otro compañero al que tengo un cariño especial. En la comunidad del rock, es uno de los roqueros urbanos más ejemplares. Uno de los tipos más correosos y que más han agitado las conciencias de los biempensantes. Se llama Rosendo y es el Jefe. Rosendo es un tipo de Carabanchel que escribe unas letras alucinantes y llenas de mensajes mordaces. En ellas hay un análisis muy profundo de la gente que no es buena ciudadana, que no es legal, con doble moral, que tiene intereses ocultos, de los que se escandalizan por todo, de la gente que mira la vida con un concepto miope y burgués.
Con María Ávila

Esta es una pequeña muestra de mis músicos ciudadanos. Hay una larga lista de personas que hacen rock y que merecerían estar aquí. Pero no se trata de hacer esta charla eterna. Me gustaría reseñar también que muchos músicos han sido pioneros en el campo de la solidaridad. Sólo por eso deberían ser considerados buenos ciudadanos.
Un ejemplo: el Concierto de Bangla Desh, que tuvo lugar el 1 de agosto de 1971, auspiciado por George Harrison y Raví Shankar, en el Madison Square Garden de Nueva York, con el propósito de recaudar fondos para los desplazados de lo que entonces se llamaba Pakistán Este. Fue el primer concierto en él que el rock se vistió de largo para mostrarse como, probablemente, una de las músicas más solidarias que haya alumbrado el ser humano.
Desde entonces, los roqueros, a lo largo y a lo ancho del planeta, se han solidarizado con los más golpeados y los más desfavorecidos. Pero más como un acto de justicia que de caridad. Porque, al menos con los compañeros con los que he actuado en esos conciertos, siempre han defendido este concepto, el de que la solidaridad tiene que ver con la justicia. Es decir, solidaridad es lo que se debe hacer para evitar las desigualdades. La caridad tiene que ver más con esa especie de entrega a cuenta para ganar una parcelita en no se sabe qué paraíso.
Mientras que la solidaridad es un acto político, la caridad está más relacionada con la religión, que para algunos está también muy bien, o con los sentimientos. Pero pienso que la justicia, en este tipo de casos, es mucho más eficaz que los sentimientos o la religión. En ese sentido, el rock ha actuado siempre desde la parcela de la solidaridad.
Se han recaudado fondos para la hambruna africana, para una vacuna con- tra el sida; se ha cantado contra la segregación racial. Se hicieron conciertos para recolectar fondos para la lucha de Mandela, cuando el líder surafricano todavía estaba en la cárcel y para luchar contra el sida. Se ha cantado contra la pobreza, a favor de los derechos humanos y un largo et- cétera en el que caben todas las causas justas del planeta.
Hemos cantado para Amnistía Internacional, para UNICEF, para Greenpeace, para Médicos sin Fronteras, para la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación), para la lucha contra el cáncer. Se ha cantado para casi todas las ONG’s, que tienen esa vocación de solidaridad.
¡Y es increíble! Cuando ves sobre el escenario a unos melenudos que parecen estar más relacionados con la disipación que con la solidaridad, compruebas que esos tipos, que lo tienen todo ganado, se preocupan por el ser humano de manera altruista y responsable.
Por ello, pienso que el rock le ha prestado la voz a los sin voz en infinidad de ocasiones. Sus focos se han desviado de sus rutilantes escenarios para alumbrar todo tipo de injusticias.
Hay un cancionero de la solidaridad, que algún día me gustaría editar, para mayor gloria de sus autores y de sus protagonistas. Aunque sólo fuera por eso, se merecen ser ciudadanos de pleno derecho en nuestra sociedad.
Pero, hay algo más. Desde el nacimiento del rock, allá por la mitad del siglo pasado, el rock se convirtió en una forma de comunicación y de identidad de un sector de la población mundial que, hasta entonces, había estado totalmente ignorado por la sociedad: la juventud.
Y es en esos años cuando nació Mike. Ahí arranca mi propia biografía como cantante y como ciudadano.
Cuando era joven, el mundo se dividía entre mayores y mayores. La juventud no tenía ningún tipo de posibilidades de hacer oír su voz. El rock trazó, un poco, la línea ideológica, la banda sonora, la forma de expresión de millones de jóvenes en todo el planeta, que hacen que el rock deje de ser, como era al principio, una moda, para convertirse en un movimiento social clave en su futuro.
Recuerdo los años del Price, las matinales del Price, allá por el año 63. Cuando salíamos cantado por la calle el Popotitos, la gente nos miraba realmente como si fuéramos seres de otro planeta. En ese mismo momento, estaban naciendo los Beatles y muchas otras bandas, como una forma de expresión planetaria, con unos textos que a los jóvenes ciudadanos del mundo libre de entonces les servían de orientación y de forma de entender la existencia.
Los Beatles rompen los esquemas de los que pensaban que el viejo rock era una simple moda y lo convierten en un movimiento cultural. El rock empieza a cantarse en muchos idiomas y hay una toma de conciencia planetaria. En España, su efecto se retrasa un poco, por razones que no que se lo ocultan a nadie. La dictadura. A los aprendices de roqueros se nos perseguía más por tener los pelos largos, por las pintas, que por cualquier otra militancia. Porque el régimen tenía animadversión contra todo lo que supusiera algo de color, todo lo que significara algo de modernidad, todo lo que no fuera el mundo gris en el que se desarrollaba nuestra vida de no ciudadanos de entonces.
El rock empieza a crecer a nivel planetario, toma conciencia y se convierte en una bandera, por ejemplo, contra la guerra de Vietnam. Muchos de los artistas de aquella época, luchan contra la idea muy extendida –que ha llegado hasta hoy y espero que eso cambie- de que los Estados Unidos tenían el derecho de actuar unilateralmente en el planeta. Son los roqueros, los poetas, los intelectuales los que empiezan a tomar una actitud, muy contestataria en Estados Unidos, en contra de la guerra de Vietnam. Es lo que cantan las bandas en festivales como el de Woosdtock, festivales masivos, donde millones de personas se manifiestan contra el orden esta- blecido, intentando sustituirlo por un orden nuevo.
Y surge John Lennon, como una figura indispensable para entender aquellos años y su lucha, que compone una canción que todavía hoy puede ser un himno, quizás desde la ingenuidad y la utopía, pero, probablemente también, desde el compromiso más profundo: Imagine. Esa lucha por la paz, por el concepto de la paz como un movimiento planetario.
Pero también pelearon por sus derechos artistas como Otis Reading, Ray Charles, y una larga lista de músicos negros de aquellos años de finales de los 60. Músicos que lucharon en contra de la segregación racial en Estados Unidos. Son ellos los que, junto a Martin Luther King y Malcom X, exponen sus vidas en una sociedad dura y peligrosa. Y las exponen a través de sus canciones.
No me quiero extender, pero son muchos los músicos, y en muchos países, los que han ligado su arte a la libertad de la sociedad que los han visto crecer como artistas. No se trata de hacer un repaso de la historia del rock. Sólo manifestar que el rock ha cumplido con su cuota de ciudadanía al defender valores fundamentales para la sociedad. Precisamente a través de las canciones.

Miguel Ríos al terminar la conferencia

1 comentario:

  1. La música es una buena herramienta para filtrar los malos rollos. Pero ¿es suficiente para recuperar los valores perdidos? También haría falta leer, tener más conversaciones con los vecinos, más ganas de compartir, perder el miedo al "otro", etc, etc, etc, etc.

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