6 jul 2011

La desmemoria de la Dictadura







Manzanares, 28 de noviembre de 2008.
Por Almudena Grandes.
Quiero darles las gracias por haber venido hasta aquí, por dar tanto calor esta tarde, que es como para estar en el sofá, leyendo novelas policíacas.
Quiero dar las gracias a mi amigo Román Orozco por haberme dado la ocasión de estar aquí con ustedes, abriendo este curso, desde luego como ciudadana no sé si ejemplar. Me he sentido un poco abrumada por su presentación.
Román Orozco durante la presentación de Almudena Grandes.
Cuando Román me invitó a dar esta conferencia pensé que era fácil, porque siempre es fácil hablar de uno mismo. A mí me resulta fácil hablar de mí. Resulta mucho más difícil hablar de los demás. El compromiso es mucho mayor cuando tengo que hablar de los demás.
Sin embargo, ayer por la noche me pasó algo que me hizo cambiar ligeramente de opinión. Cuando lleguemos al final de la conferencia les diré qué es. Algo que tiene que ver mucho con la frase del libro Al rojo vivo que ha leído Román antes, con mi convicción de que España se ha convertido en un país desagradable.
Así que voy a empezar hablando de mí, y voy a terminar hablando de nosotros, de mí y de ustedes, es decir de los españoles, del país en él que vivimos.
Para empezar hablando de mí, si pienso en los orígenes de mi conciencia política, si pienso en los orígenes de lo que Román ha llamado mi ciudadanía activa o militante, tengo que remontarme, me imagino que como muchos de nosotros, mucho en el tiempo. Me voy a ir primero hasta 1972, y voy a venir de 1972 hasta aquí.
En 1972, yo tenía 12 años y Francisco Franco estaba vivo, y a mí me gustaba mucho cocinar. Siempre me ha gustado cocinar. Me gustaba cuando era pequeña y me sigue gustando. Entonces pasaba mucho tiempo con mi madre en la cocina, ayudándole. Me dejaba cascar los huevos duros, picar la cebolla, en fin, esas cosas. Y mi madre compraba todos los sábados una revista que se llamaba Hola, que todos ustedes conocerán, que se sigue publicando y es toda una institución, aunque en aquella época era una revista más exquisita y más exclusiva que ahora, porque ahora sale cualquier alcalde de Marbella condenado.
En aquella época sólo salían princesas, historias llenas de glamour y reinas, por supuesto. Y entre ellas, un personaje muy singular: una mujer mayor de piel oscura, muy poco glamorosa, desde luego, y muy desaliñada, que siempre aparecía con un chándal y un turbante, y que vivía con muchos niños en una granja del sur de Francia. Se llamaba Josephine Baker. En uno de los ángulos de la entrevista, aparecía siempre una foto de esta mujer, bueno de esta mujer no, de otra mujer, porque parecía otra persona, de una joven mulata muy guapa con un caracolillo en la frente, una falda de plátanos, desnuda y con dos estrellas de cartón marrón en los pezones, que era la aportación de la revista Hola a la foto original. Una tarde le pregunté a mi madre quién era esta mujer, por qué aparecía siempre esa foto, sí era famosa.... Mi madre me dijo que sí, que era una estrella de cabaret, que había sido una bailarina, que había sido muy famosa, que bailaba desnuda, con una falda de plátanos. A continuación, creo que sin ser consciente de lo que me estaba contando, me dijo con mucha naturalidad que mi abuela la había visto bailar.
Público en la conferencia
Nací en 1960 en Madrid. Fui a un colegio de monjas, recibí una educación tardofranquista y no estaba preparada para oír que mi abuela había visto bailar a una mujer desnuda. Era algo que me parecía de ciencia ficción, por lo tanto seguí preguntando. Dije: pero mi abuela, ¿qué abuela? Mi madre me contestó: pero qué abuela va a ser, pues mi madre. Le dije: o sea, que tu madre vio bailar a esta señora desnuda, ¿dónde? Me dijo mi madre: en Madrid. Yo dije, o sea que la abuela vio bailar, y volví a preguntar ¿dónde? Y mi madre, un poco cabreada ya por mi insistencia, dijo: pero dónde va a ser, pues en un teatro.

Desde aquel día, y durante toda mi vida, he estado procesando esa información que a mi madre le parecía tan poco importante. O sea, que mi abuela había visto bailar a una mujer desnuda en Madrid en un teatro. Porque, en ese momento, para mí se quebró la línea del tiempo.
Yo, a los 12 años, creía, como todos los niños y como muchas personas adultas, que viven en otros países que no son éste, que el progreso era una línea recta. Es decir, pensaba que yo tenía que ser mucho más moderna que mi madre, mi madre tenía que ser más moderna que mi abuela, que mi abuela más moderna que mi bisabuela, y así desde los neandertales hasta la actualidad.
Y cuando me enteré de la historia de Josephine Baker, que hoy puede parecer una frivolidad, pero que no lo era entonces, fue la punta del iceberg. En lo alto del iceberg está Josephine Baker y debajo había una pirámide de hielo, que no vi en ese momento y estoy intentando descifrar toda mi vida.
Cuando conseguí comprender que mi abuela había visto bailar a Josephine Baker, pregunté qué clase de país era éste, en qué país vivía yo. ¿Cómo era posible que mi abuela fuera más moderna que mi madre? Y, sobre todo, algo que me agobiaba mucho más: cómo era posible que yo, que era su nieta, o sea la hija de su hija, no me pudiera creer la vida de mi abuela.
A los 12 años, eso me parecía estúpidamente algo muy monstruoso. Eso forma parte, también, de la mentalidad ideal de los niños, porque, ¿por qué vas a entender tú a tu abuela? Pero había como una especie de linealidad genética que a mí me impresionaba mucho. Desde ese momento, desde que tenía 12 años, desde la cocina de mi madre, le estoy dando vueltas a ese tema. Y desde ese momento, y tengo 48 años, o sea imagínense la cantidad de años que han pasado, sigo intentando comprender lo que pasó.
He llegado a algunas conclusiones. Desde luego, la primera de ellas es que el gran reto de mi generación era llegar a ser tan modernos como nuestros abuelos, y no creo que lo consigamos. Ahí estamos, pero no creo que lo consigamos. He comprendido después muchas cosas: que uno de los grandes delitos del franquismo, un delito simbólico, fue cortar los hilos de la memoria de este país y de alguna forma secuestrar España, envolver España en una especie de red, colgarla de un gancho en el techo de no se sabe qué, para que la vida verdadera que sucedía en el resto del mundo, el mundo verdadero, pasara por debajo sin salpicarnos.
Este país, de hecho, durante 40 años vivió en una situación semejante a la mitad del siglo XIX. Es decir, el final de la guerra no retrotrajo a España a los años 30, sino al siglo anterior.
Y ahí estaba ese país congelado, en el que no pasaba nada. Ahí estaba una generación de gente que vestía como el resto de los europeos; que, a partir de un determinado momento, comía como el resto de los europeos; que, a partir de un determinado momento también, vivía, compraba, consumía, adquiría bienes de consumo semejantes al del resto de los europeos, pero que estaba viviendo en el aire, viviendo en una irrealidad que lo congelaba todo y que cortaba los hilos de la memoria, y hacía imposible que los nietos comprendieran la vida de sus abuelos.
En ese sentido, creo que mucha gente de mi generación ha pasado por experiencias semejantes, no soy la única. Pienso que esa especie de obsesión por reconstruir los hilos es la obsesión colectiva de mi generación. No soy un caso aislado, ni soy yo sola. Lo que ocurre es que luego yo he escrito novelas y otra gente no. Pero creo que ese sentimiento es un sentimiento colectivo y arraigado.
Si tengo que señalar un segundo paso, que tiene que ver también con mi conciencia política, me tengo que ir tres años más tarde. Nos vamos a ir hacia 1975. Tenía 15 años y me gustaba mucho leer, pero disponía de muy poco dinero, como es habitual.
Entonces veraneaba en un pueblo de la sierra de Madrid, en una casa muy grande que tenía allí mi abuelo paterno, el que no estaba casado con mi abuela, la que vio bailar desnuda a Josephine Baker, sino el padre de mi padre.
Por otro lado, el padre de mi padre fue durante mucho tiempo el primer hombre de mi vida, la primera gran historia de amor de mi vida. Mis lectores habrán visto como en mis novelas, con mucha frecuencia, hay abuelos y nietas. Bueno, pues salvando todas las distancias, todos los abuelos son mi abuelo Manolo Grandes, y todas las nietas soy yo.
Tenía una relación muy especial con este abuelo que, además, me regaló un libro cuando hice la primera comunión que me cambió la vida: La Odisea. Ese libro me hizo escritora, pero eso es otra historia que tiene que ver con la escritura, no con España y con la conciencia política, o sea que esa historia me la voy a saltar.
En verano, yo llegaba a aquella casa con seis o siete libros, que había comprado en la Feria del Libro, y no me duraban nada. A partir del 15 de julio ya no sabía qué leer.
No tenía dinero para comprarme más y entonces iba por la casa vagando, buscando libros que leer. No había muchas cosas: había muchos libros de Editorial Molino, de tapas verdes, juveniles. Eran de los hermanos pequeños de mi padre, y me los había leído todos. Había novelas de Ágatha Christie, de Simenon, que también leí muy abundantemente. Llegó un momento en que me aburrían y, además, adivinaba enseguida quien era el asesino y ya no tenía gracia. Había además algunos best-sellers, tan típicos de la época y tan espantosos, que yo no me podía leer. Y luego, en medio del salón, había una edición de las obras completas de Benito Pérez Galdós.
A mi abuelo Manolo le gustaba tanto Galdós, que tenía una edición de sus obras completas en Madrid y otra en la sierra. Quizás se las habían regalado las dos, no lo sé. Eran de la editorial Aguilar, aquellas del tomo rojo. Yo miraba esos libros y me daba como pereza, porque, en fin, yo tenía 15 o 16 años y me gustaban los libros con tapas de colores, con ilustraciones... Pero hubo un verano, no puedo precisar cual, en el que ya no podía más, pues no había nada que leer. Cogí un tomo y vi Episodios Nacionales, tomo I, tomo II, tomo III... Me dije no, los Episodios Nacionales no; quiero novelas, tomo I, tomo II. Entonces cogí un volumen de las novelas, abrí el libro y me dije: voy a pasar páginas hasta encontrar la primera novela y me la leo. La primera que me encontré fue Tormento. Bueno eso fue otro gran shock en mi vida.
Yo tenía una abuela que había visto bailar a Josephine Baker desnuda en Madrid y, de repente, leí una historia, una novela, en la que un cura, un cura por otro lado fascinante, seductor, descreído, soberbio también, seduce, bueno, no seduce, trata de seducir, a una jovencita a la que perdió, impidiéndole que tuviera una historia de amor que le convenía mucho más, impidiéndole que pudiera emprender una vida con el hombre al que amaba.
Otra vez me pregunté qué era esto, qué pasaba, qué pasaba con España, cómo era posible que yo supiera tan poco de las cosas que habían pasado en mi país. En qué clase de país vivía, y cómo podía saber tan poco de él.
Lo de Galdós podría decir que fue para mí una religión, casi una revelación religiosa, un deslumbramiento. Me hice de Galdós igual que soy del Atleti, o de izquierdas. Primero me hice del Atleti e inmediatamente después, de Galdós y sigo siendo de Galdós. Tengo una relación muy intensa con ese escritor, al que releo periódicamente y al que admiro infinitamente porque, después de Tormento, me leí La de Bringas, que era la continuación. Y seguí leyendo, leyendo, leyendo y nunca he dejado de leer a Galdós. Galdós ha sido una constante en mi vida, hasta el punto de que en este momento, estoy haciendo un libro muy raro, que pretende ser una especie de serie de los Episodios Nacionales, pero de la postguerra, de la dictadura. Son seis novelas, como los Episodios Nacionales, y tiene un poco la misma intención.
Así, cuando me dieron La madre, de Gorki, que fue el libro que me hizo roja de verdad, yo ya tenía mucho camino hecho. Entre Josephine Baker, mi abuela y don Benito, estaba muy predispuesta a abrazar la fe en la revolución. Digo lo de La madre porque es verdad. Me acuerdo de que el primer libro que me dio mi primo Manolo Matamoros, que era el rojo oficial de la familia, y hacía rojos a los primos pequeños, fue La madre de Gorki, un libro que no he vuelto a leer, aunque lo tengo en el corazón. Este verano, cuando en El País me pidieron una lista de los diez libros más influyentes de mi vida, cité La madre. Fui la única, de los cien escritores que intervinieron. Hubo varios que citaron El Manifiesto Comunista, pero yo leí La madre mucho antes de llegar al Manifiesto Comunista.
La madre es una novela que supongo que ahora me parecería tontísima. No la he vuelto a leer porque no quiero arriesgarme, pues me parecería una especie de folletín melodramático lacrimoso. Cuenta la historia de una pobre madre rusa a la que le matan los hijos, que no tiene para comer, que pasa frío y está todo el día con el samovar para arriba, con el samovar para abajo. De eso si me acuerdo. Una historia muy triste y llena de espíritu revolucionario. Un libro de esos que buscan cómo convertir a la verdadera fe del socialismo a los lectores por el procedimiento de enseñarles la injusticia, la arbitrariedad, el horror de la vida de los desposeídos.
Así que, de alguna forma, yo llegué a la izquierda y a interesarme por la política a través de la literatura.
Hay otra experiencia que fue muy fuerte para mí. Aunque La madre de Gorki siempre estará en mi corazón, a mí me afectó muchísimo, más que otros libros, para crearme una conciencia de izquierdas, Robinson Crusoe. Recuerdo la situación de Viernes, cuando Viernes llega a la isla, esa especie de fraternidad instintiva que une a Robinson con Viernes, esa comunicación que se establece entre dos personas de civilizaciones distintas, que ni siquiera son capaces de hablar.
En fin, digamos que la literatura fue muy importante para mí. Y esto siguió pasándome después, y me pasó con intensidad en los años 80.
Hoy soy feliz porque el Premio Cervantes lo ha ganado Juan Marsé. Es una fuente de felicidad para mí. Marsé tiene mucho que ver con mi conciencia política. No sólo Juan Marsé, también Ana María Matute, Juan García Hortelano... Significó mucho para mí leer, en los primeros años 80, libros como Un día volveré, Últimas tardes con Teresa, El gran momento de Mary Tribune o Los hijos muertos, de Ana María Matute, una novela que cuenta expresamente la posguerra. Quizás este último libro fue el que más me impresionó en muchos años, porque tiene un personaje muy secundario, muy marginal, que apenas aparece en el libro, La Tanaya, una mujer a la que se le mueren los hijos al nacer porque tiene algún problema. Se le mueren todos menos uno. Hay también una niña que ve cómo se le mueren los hijos a La Tanaya, y ve como La Tanaya les hace muñecos a los hijos, con dos palos en forma de cruz a los que les ata un retal con una cuerda. Por ese poder de fascinación que tiene la literatura, a mí la muñeca de La Tanaya me impresionó mucho más, me afectó mucho más, me hizo mucho más consciente de mis privilegios y del infortunio de mis semejantes, que cualquier tratado teórico.
Con los libros de Marsé pasa lo mismo. Recuerdo, por ejemplo, Un día volveré, que es quizás mi novela favorita, aunque es difícil elegir una novela favorita de Marsé. En Un día volveré, se ve ese tratamiento tan fantástico de lo que hoy llamamos la memoria del pasado, todos esos niños de barrio que no tienen nada, pero que tienen padres que han desaparecido y madres que se tiñen el pelo de rubio platino y desaparecen los sábados por la noche. Esos niños que reciben postales exóticas del extranjero, de París, de Shangai, de lugares que solamente tienen valor porque representan una puerta imaginaria hacia la libertad, una puerta que les permite escapar de la sordidez, en este caso no del campo, donde los hijos se mueren, sino de la sordidez de las ciudades, donde no hay futuro, donde todo se agosta, todo se marchita.
Hoy, como le han dado el Premio Cervantes a Juan Marsé y estoy tan contenta, quería citarlo expresamente, porque Marsé ha tenido mucho que ver con lo que yo soy y con lo que he llegado a ser. No habría llegado a ser lo que soy, si no hubiera leído todos estos libros y muchos más.
La ventaja que tiene la literatura es que la literatura tiene que ver con la vida. La literatura es vida además, y es vida para los que están vivos. La literatura da emoción, y tristeza, y rabia, y alegría, y risas, y diversión, y experiencias para los lectores.
Y a mí, la literatura me dio también mi país. Contribuyó a darme otra versión de mi país, o hacerme habitable, o hacerme más transitable, a explicarme que mi país era diferente de lo que yo pensaba, que era un lugar distinto. De alguna forma, todas las piezas del puzzle, mi abuela, Josephine Baker, el cura de Tormento, don Benito, fueron encajando poco a poco gracias a la literatura, porque autores y libros de diversas épocas distintas me permitieron, por fin, comprender por qué el progreso en España no es una línea recta, comprender por qué este país ha tenido una historia tan difícil y por qué ha vivido a contracorriente del resto del mundo. Ha tenido una historia prácticamente inversa a la del resto de Europa. Los españoles, a lo largo del siglo XX, hemos llegado siempre demasiado tarde o demasiado pronto a todo.
Durante los primeros 30 años del siglo XX, llegamos antes que nadie a los sitios y durante los otros 70 llegamos después que nadie a todo. Nunca hemos ido a la misma velocidad que los demás. Es curioso, porque acabo de volver de Italia, donde ha sido publicado El corazón helado, y me decían admirados los italianos ¡oh Zapatero, Zapatero!... Bueno, no se puede criticar a Zapatero en Italia. Lo primero que te dicen es que en Italia no te metas con él. Oh, oh, la esperanza. Bueno, no estéis tan seguros, les decía yo, porque igual es al revés. Porque nosotros nunca vamos al compás de los demás, nunca sabemos si vamos por delante o vamos por detrás. A lo mejor lo que pasa no es que Zapatero vaya a Italia, sino que Berlusconi venga a España. No es por desanimaros, les decía, pero no estoy muy segura de Zapatero. Los italianos se quedaron un poco pasmados.
En resumen, esto es lo que pasó: en el 72, me pregunté, en el 75 me volví a preguntar, en los 80 me volví a preguntar qué había pasado con España. Hay otras personas que quizás han tenido una mirada o una preocupación más internacionalista durante su formación, gente que se ha quedado fascinada con el Che Guevara, o con Allende, o que ha vivido en otro país. Pero yo debo añadir que, como diría Unamuno, como si fuera una escritora del 98, España es mi problema. Todo lo que me pasaba o lo que me afectaba tenía que ver con lo que había pasado en España. Por ello, desde hace mucho tiempo empecé a leer cosas para entender lo que pasaba aquí. Lo que entendí me llevó más atrás, de atrás me llevó adelante, luego más atrás...
Llegó un momento en el que decidí contar esta historia, ordenar esta obsesión. Estoy contando esta historia desde que empecé a escribir. Incluso en mi primera novela, Las edades de Lulú, que es una novela erótica, se habla de España, del Partido Comunista, de la resistencia contra la dictadura. De una forma muy oblicua y muy accidental, pero que no tendría ningún valor si yo no hubiera escrito lo que escribí después. Ahora me hace gracia que, con 28 años, y en un libro como Las edades, tuviera yo esa preocupación por España.
Me he acercado a ese tema muchas veces, oblicuamente, lateralmente, hasta que empecé a escribir El corazón helado y me he quedado allí. He hecho una especie de inmersión que me permite vivir en épocas distintas, ahora mismo, sin dejar de estar aquí. Por eso precisamente, porque he hecho una inmersión muy profunda y muy multidisciplinar de muchas épocas, para poder escribir el libro desde hace seis o siete años.
Voy a dejar de hablar de mí y de los libros, para hablar de todos nosotros, de ustedes y de mí; y para hablar de dos películas.
La primera película de la que quiero hablarles es una de mis favoritas. Es una película muy rara, por la que siento una gran predilección. No entiendo por qué no la ponen por televisión. Se avanzaría mucho camino, se despejarían muchos problemas. Aunque a lo mejor no, pero creo que contribuiría a aclarar las posiciones en la polémica sobre la memoria histórica y sobre la transición.
Es una película del año 1935 que se titula La hija de Juan Simón. Se trata de un melodrama, un folletín musical, una película absolutamente popular. Está protagonizada por Angelillo, que era un hombre extraordinario como sabrán, un cantante muy popular del pueblo de Vallecas. Yo soy muy fan de Angelillo y de esta película. Está dirigida precisamente por José Luis Sáenz de Heredia, quien luego dirigió Raza, y tanto cine franquista. Raza fue la película cuyo guión escribió Francisco Franco. Heredia era primo de José Antonio Primo de Rivera. Pero el productor de la película, el factótum, el que se aseguró de que la película se hiciera y que todo saliera bien, fue Luis Buñuel.
Buñuel, en aquella época, no se atrevía a firmar las películas porque estaba aprendiendo. Pero él formaba parte de una productora que se llamaba Filmófono, que fue un intento de hacer cine republicano, frente a Cifesa, la gran productora cinematográfica de la iglesia. Filmófono intentó hacer un cine popular, tan popular que esta película se llama La hija de Juan Simón, y desarrolla la historia de la canción. Cine popular, con actores populares, fácil de entender, con argumentos muy sencillos, pero proponiendo una moral nueva, una moral distinta, una moral republicana.
El argumento es muy sencillo: hay una pareja de personas mayores que viven en un pueblo de Andalucía. El padre se llama Juan Simón, es enterrador y un hombre comprensivo. La madre está todo el día rezando, pone velas a los santos y es malilla. Es una mujer muy inflexible que no comprende a su hija, enamorada de un desgraciado, Angelillo, que no tiene dónde caerse muerto y de quien se ha quedado embarazada. La chica se llama Carmela y por eso Angelillo le canta una canción llamada Ay Carmela, cuyo titulo fue copiado por los milicianos para el Ay Carmela que conocemos. Pero Angelillo, que desconoce el embarazo de Carmela, se ha ido a ganarse la vida como cantaor. La hija, en vez de contárselo a su madre, le deja una nota y se marcha también.
Desde el principio, se nota que la película es una contraversión, una especie de contratipo sistemático del cine anterior y del cine que impondrá el franquismo después de la guerra. Cuando yo veía tanto cine republicano, le explicaba a mi marido, Luis García Montero, las películas y le decía:
– Fíjate, porque es fantástico, porque esto, porque lo otro; porque La aldea maldita (Florian Rey), es una joya, una obra maestra de 1930.
Y Luis resumía:
– O sea, que para ti el cine republicano consiste en que una mujer le pone los cuernos al marido y él la perdona.
Le contesté:
– Pues si, efectivamente, eso es el cine republicano. ¿Por qué? Porque en la República estaba muy claro que lo que tenía que cambiar era la moral católica nacional.
Efectivamente, el cine republicano está lleno de mujeres perdidas, que son seres explotados por señores repugnantes y a los que salvan jóvenes trabajadores, en el último momento, para que termine bien la película.
En La hija de Juan Simón hay muchas cosas. ¡Es tan moderna! Cuando esta mujer perdida está tirada en el palco de un bar de alterne, porque la ha explotado un proxeneta muy malo, la maltrata un cliente, que es un señorón gordo, obeso. Otra chica del palco de al lado le dice a un cliente:
– Tú te crees que esto se puede tolerar. ¿Hasta cuándo vamos a consentir que estos cerdos...? Y entonces el cliente se levanta, porque había relaciones amistosas entre las chicas de alterne y sus clientes y éstos acuden en salvamento de la chica maltratada. Hay un momento fantástico cuando el proxeneta, que es horrible, le dice a este señor: “¡Es que en este país ya no se respeta nada, ya no hay respeto para la gente decente! Esto se está perdiendo. Esto no puede ser”.
Bueno, es fantástico. No me voy a extender, pero si quiero contarles una escena de La hija de Juan Simón, una escena en la que baila Carmen Amaya. Es la primera vez que Carmen Amaya baila en el cine. Se sabe que esa escena la rodó Buñuel, porque Buñuel sabía mucho más de cine que Sáenz de Heredia. Los planos difíciles, las secuencias difíciles, las filmaba él. Y ésta era muy difícil. Hay una taberna, con paredes encaladas, y un tablao, y en el tablao, Carmen Amaya, con 18 años, impresionante.
En ese tablao está también Angelillo, que se supone que se está ganando la vida allí, intentando ganarse la vida, pero no tiene éxito. Carmen Amaya está con dos señoritos. Cuando termina de bailar, los señoritos aplauden y ella coge una especie de cesto con seis vasos de manzanilla y le ofrece un vaso a cada uno de los señoritos. Luego se va hacia Angelillo y le dice “coge tú otro, anímate, hombre”. Entonces uno de los dos señoritos se le- vanta y le dice a Carmen que qué es esto, que quién es ella y por qué tiene que dirigirse ella a ese desgraciado. Carmen Amaya se vuelve y le contesta literalmente: “Oye tú, mi cuerpo es mío y yo hago lo que se me antoja”.
Era 1935. Han tenido que pasar 50 años antes de que, en otra película española, otra mujer dijera esa misma frase. A raíz de ese incidente, porque naturalmente eran republicanos pero caballeros, Angelillo se levanta a pegarse con el señorito y lo meten en la cárcel, momento en el que canta Soy un pobre presidiario, soy un pobre pajarillo que muy pronto ha de volar. Porque el juez, escandalizado por la reyerta, lo pone en libertad, diciendo que claramente el señorito era un sinvergüenza y un provocador, y Angelillo es un honrado hombre del pueblo que salía en defensa de una mujer libre, que expresa libremente su libertad.
No sé si a ustedes les impresionará, pero a mí, esta película me impresionó tanto cuando la vi la primera vez, que la he visto un montón de veces. La vi dos o tres veces seguidas porque no me lo podía creer. Como además las películas antiguas no se pueden pasar por secuencias, si quieres ir a un punto anterior te tienes que ver un cuarto de película.
Me impresionó mucho porque el cine tiene una virtud, y muchas desventajas, respecto a la literatura. La literatura profundiza mucho más que el cine, elabora las emociones mucho más que el cine. La literatura establece una relación con el consumidor de la historia, digamos, mucho más profunda que la del cine, pero el cine tiene algo que nosotros no tenemos, que es la instantaneidad. El cine tiene una capacidad de reflejar la realidad más inmediata, de reflejarla tal y cómo es. Los escritores siempre elabo- ramos nuestra mirada sobre la realidad. No escribes nunca sobre lo que está pasando en este momento, tiene que pasar el tiempo. Tiene que pasar el tiempo para que puedas elaborar tu experiencia, y luego decidir si esa experiencia te sirve o no te sirve, pero siempre hay un proceso de elabo- ración. El cine no, el cine refleja instantáneamente lo que está ocurriendo. He leído libros sobre este periodo y sobre esta historia, que me han emo- cionado mucho más que La hija de Juan Simón, pero la película tiene la ventaja de que es tiempo real, cuando dicen “dímelo por tu salud”, en vez de “dímelo por Dios”, eso estaba pasando de verdad y Angelillo lo estaba diciendo de verdad.
Cuento lo de La hija de Juan Simón porque es una película desconocida que apenas se ve. Hay que ser un enfermo mental como yo, y estar enganchada a este tema, para poder verla, porque no tiene ninguna difusión.
Esa declaración de Carmen Amaya, sobre todo, me impresiona mucho, claro que yo soy mujer. Pero me parece muy rotunda para cualquier persona. Esa frase bastaría para dejar claro hasta que punto la II República fue la gran oportunidad de este país. La II República fue un proceso milagroso, pero no casual. Lo que pasa es que tampoco vamos a dar una conferencia sobre la tradición republicana, pero si es importante.
Una cosa que me da mucha rabia es que, muchas veces, lo españoles ten- gan la impresión, porque el franquismo transmitió esa imagen, de que el 14 de abril del 31 aquí hubo un virus que se llamó republicanismo, y que de repente todos los monárquicos se contagiaron y dijeron: ¡Viva la República!, como si no hubiera habido nada antes, como si no hubiera habido un camino, como si no hubiera habido un proceso, como si no hubiera habido nada y eso es mentira.
Naturalmente, en España hubo una tradición republicana larga y fecunda que, además, de alguna forma es la tradición de la izquierda española. Es decir, esa es la tradición de la que viene la izquierda española. Sólo en esa tradición es posible reconocerse, a pesar de que esa tradición sigue pareciendo, sigue estando, como borrada.
Para hablar de todo esto, para hablar sobre lo que me ha convocado Román aquí, es muy importante la memoria. Y lo es porque ayer cambié el sentido de lo que iba a decir aquí. Anoche estuve en el estreno de una película --y pasamos de una película de 1935 a una película de ayer--, Flores de luna, un documental de un amigo mío, Juan Vicente Córdoba, cuya primera película, Aunque tú no lo sepas, era la adaptación estupenda de un cuento mío publicado en Modelos de mujer. Aquella película, que a mí me gustó mucho, tuvo mucho éxito. Lo digo porque tengo con el cine una relación complicada: las películas que me gustan, no tienen éxito, y las que tienen éxito, no me gustan.
En el documental que vi anoche, Flores de luna, se cuenta la historia del Pozo del tío Raimundo. El Pozo es un barrio de chabolas de Madrid, más allá de Vallecas, que empezó siendo un lodazal donde la gente que no tenía nada, y que venía a Madrid con las manos vacías, y sin saber que iba a se de ellos, se instalaba de la noche a la mañana en el barrio. Por eso la película se llama Flores de luna, porque era fundamental hacer las casas en una noche. Pues a la mañana siguiente, si la casa ya tenía techo, no te la tiraban. Te ponían una multa y ya. Pero si llegaba la Guardia Civil o la Policía y veían que la chabola estaba en construcción, te la tiraban. Por eso había una especie de red solidaria en el barrio, se ayudaban unos a otros a levantar las chabolas en la noche.
El Pozo del tío Raimundo es el lugar donde se fundó Comisiones Obreras, el lugar donde destacó el padre Llanos, que fue como una especie de factótum de ese barrio, una especie de alcalde singular. Un barrio combativo, representativo, que en la prensa de la época se definía como revolucionario. La película incluye una serie de citas de la época, de escritores y de otras personas. Una de esas citas es muy impresionante: “¿Qué es el Pozo?, el Pozo es la revolución permanente”.
En el barrio se vivía la solidaridad, la responsabilidad, la combatividad. Allí vivía una mujer, que sale en la película, llamada Enriqueta, que contaba que cada vez que veía que se iban a llevar a un hombre joven que tenía hijos detenidos, iba y se ponía delante del policía y le decía: “a éste no te lo llevas”, y le contestaba el policía: “me lo llevo porque soy un subinspector de no sé donde”; y replicaba ella: “Yo me llamo Enriqueta y soy la comisaría del Pozo del tío Raimundo y no te lo llevas”.
Otras mujeres, ya muy mayores, cuentan en el documental cómo las mujeres del barrio, con una naturalidad pasmosa, resolvían el problema del transporte cuando querían ir al Ministerio de la Vivienda a manifestarse para que les dieran casas. Lo estuvieron haciendo todos los días durante años. Iban 60 ó 70, se subían a un autobús, sin pagar, y le decían al conductor: “al Ministerio de la Vivienda”, y aunque el conductor fuera a la Puerta del Sol, y les pidiera que se bajasen, pues claro, con 70 mujeres dentro del autobús que le gritaban “no, no, al Ministerio de la Vivienda”, no le quedaba mas remedio que llevarlas al Ministerio de la Vivienda. Al llegar, se bajaban, chillaban, se manifestaban y luego cogían otro autobús y se volvían al barrio.
La historia del Pozo no me habría impresionado tanto, a pesar de que la película es muy bonita, si no fuera porque frente a, o junto a todos estos luchadores, a todas estas personas tan conscientes, tan responsables, que lo habían pasado tan mal, que habían triunfado en la vida, digamos, porque de no tener nada se hicieron con una casa, aparecen sus hijos.
Por cierto, había uno de esos luchadores muy gracioso que decía: “y entonces nos dieron un baño y no veas, yo como era la primera vez que tenía un baño en mi vida, es que me duchaba tres veces todos los días. Me ponía el Varón Dandy de mi padre, salía de mi casa y mi madre me decía “hijo mío, no hay quien te huela, no hay quien se acerque a ti, que apestas”.
Junto a la historia de esos luchadores, está la de sus hijos. El Pozo del Tío Raimundo es el primer barrio de España en fracaso escolar, con más de un 70 por ciento. Aparecen allí, al lado de los padres, de los abuelos que habían llegado en su día al barrio sin nada, procedentes de los más variados lugares, de Martos, de algunos pueblos de La Mancha, de Guadalajara... En el documental salen unos niñatos, y es duro decirlo, pero los voy a llamar así, llenos de piercings y de tatuajes. Uno especialmente terrible, que tenía las cejas afeitadas, para hacerse como rayas, contaba que habían dejado de estudiar, que ellos no quería estudiar, que el trabajo estaba muy mal, porque habían llegado ‘los peluchos’. Llamaban ‘peluchos’ a los ecuatorianos, pues hay un núcleo de ecuatorianos muy fuerte en el barrio. Los chicos, quejándose de todo, de que no había trabajo para los españoles, de que no les daban nada...
El contraste entre los orígenes del barrio y el presente del barrio era verdaderamente atroz. Era el contraste entre esos niñatos y sus padres, que vivieron en aquel país difícil, pero digno y que logró superarse a sí mismo, desde la pobreza, desde la marginación más radical. Unos niveles de marginación que ahora no los podríamos ni imaginar. Hay que ver las fotos y los documentales de cuando el barrio no tenía alcantarillas, no tenía aceras, y se convertía en un lodazal descomunal cuando llovía, y compararlos con estos críos, que son el ejemplo más acabado del país autocomplaciente, fatuo y consumista que es España.
Es verdad que este país ha sido muchas cosas: ha sido un país pobre, ha sido un país heroico, ha sido un país humillado, ha sido un país sometido, si quieren, ha sido un país capaz de prosperar, pero nunca lo que es ahora: un país desagradable, un país de nuevos ricos. España se ha convertido en un país de nuevos ricos, que no tienen memoria, que no tienen sensibilidad; un país en el que nuestros hijos carecen del sentido del esfuerzo y del sentido del mérito, de la responsabilidad. Creo que eso no es prosperidad, y que eso no es riqueza. Eso es una involución moral muy profunda.
Una de las cosas que me impresionó del documental, porque había muchas intervenciones de ciudadanos del barrio, pero también había algunas de intelectuales, de gente de fuera, fue la intervención de nuestro amigo Jorge Martínez Reverte, un hombre estupendo y un escritor estupendo. Jorge había ido de jovencito al Pozo a hacer apostolado con el padre Llanos. Naturalmente, se había hecho rojo en el Pozo con el padre Llanos.
El director del documental había llevado a Jorge al Pozo para mostrarle cómo era el barrio ahora, físicamente admirable, un barrio estupendo, con edificios nuevos, con zonas verdes. Después, lo puso a hablar con los niños, y le preguntaba: “¿qué ha pasado?, ¿de quién es la culpa?” Y Reverte estuvo muy bien porque decía “¿de quién es la culpa?, no lo sé”. Y luego añadía: “la culpa es de los partidos de izquierda, la culpa es de la transición”, y de repente añade “bueno, la culpa es mía; es nuestra culpa”.
Eso me impresionó mucho, porque creo que es verdad, creo que tiene razón, ¿la culpa de quién es?, la culpa es nuestra. Está bien echarle a culpa en un primer momento a las instituciones, a los procesos históricos, en definitiva, al maestro armero. Pues si, es verdad, los partidos de izquierda son los culpables. Pero ¿quiénes somos los partidos de izquierda?, somos nosotros, nosotros tenemos la culpa de lo que ha pasado. Creo que eso también viene, en parte, de la política del olvido, de lo que pasó en este país, de los orígenes de la democracia española, de cómo se planteó la transición en España.
Siempre digo que la transición tiene dos aspectos. Por un lado, el institucional, que me parece admirable y que creo que es un éxito sin paliativos y así hay que reconocerlo, porque España nunca ha tenido una democracia tan estable y tan sólida, con instituciones tan sólidas y tan estables como las que tiene ahora. Como la transición, institucionalmente fue un éxito, nos podemos permitir el lujo, incluso, de criticarla, que es la mejor prueba del éxito que representó.
Pero, sin embargo, la transición fue también algo parecido a una escena de Mary Poppins. Todos ustedes recordarán cuando va Mary Poppins con los niños, y el que está pintando con tizas en el suelo le dice: “cogedle de las manos, vamos a saltar”, y ¡pum!, saltan todos y entran en los dibujos animados.
Eso nos pasó a nosotros también. Aquí, la clase política decidió hacer una raya en el suelo, con la connivencia de los ciudadanos, naturalmente, pero decidieron hacer una raya de tiza en el suelo, y dijeron “cogeros las manos” y ¡hala! ¡chas!, entramos en un país de dibujos animados. No teníamos democracia, ahora tenemos democracia; no teníamos Parlamento, ahora tenemos Parlamento; no teníamos Europa, ahora tenemos Europa: no teníamos tal, ahora somos tal, pom pom.
Esto salió muy bien. De entrada, salió muy bien. Lo que pasa es que 40 años de dictadura no se borran con una raya de tiza. Ojalá. Si, efectivamen- te, las tizas sirvieran para borrar, o para eliminar 40 años de dictadura, pues todo esto habría sido fácil y positivo, pero no lo ha sido. Entonces, ¿qué ocurre? Pues que vivimos en una democracia que está levantada en el aire, una democracia que no tiene raíces ni responsabilidad.
Yo nací en 1960. Me recuerdo perfectamente a mí en el 77, en el 78. Era una adolescente. Madrid era adolescente, España era adolescente. Todos estábamos estrenándonos, yo me estaba estrenando, mi ciudad se estaba estrenando, mi país se estaba estrenando. Salíamos en Newsweek, salíamos en Le Figaro, salíamos en el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Éramos el país de moda, Almodóvar, no se qué, patatín, bueno, y nos lo creímos. Dijimos, hombre, que bien está esto, que bien ha salido, y que bien está. Me acuerdo de que a finales de los años 70 y principios de los 80, yo tenía esa sensación: ser de la generación afortunada, de la generación de los llamados, de los españoles que nos íbamos a comer el mundo.
Almudena Grandes firma libros. En el centro, Ester Ruiz Castañeda, subdirectora de la Biblioteca Lope de Vega
Recuerdo muy bien que a finales de los 90 me preguntaron que qué me había comido yo, y no me había comido mucho, desde luego, el mundo no. Mi generación, que era la que iba a hacer grandes cosas, la que iba a cambiar para siempre el sentido de este país, se preguntaba ¿qué ha pasado? Pues que aquí estamos, ¿no?
No voy a quitarle importancia a aquel proceso, porque para mí fue fundamental y para este país también. Pero tengo la impresión de fue un estallido de muchísima alegría, de muchísima potencia, algo verdaderamente llamativo, importante, pero levantado en el aire.
Por eso, aunque no haya ya ninguna dictadura que corta los hilos de la memoria, se ha perdido la memoria en el entusiasmo de estar tan encantados de conocernos, en el entusiasmo de habernos convertido en un país de ricos, en la felicidad de no tener que ser nosotros los que vamos a Alemania, y venga gente de fuera a hacer los trabajos que nosotros no queremos hacer.
Eso es lo que veía anoche en el documental Flores de luna. Lo que hemos conseguido es criar --no digo yo que todos los jóvenes españoles sean así--, pero criar, en parte, a una juventud en la que hay grandes bolsas de seres insoportables, racistas, incultos, a los que sólo les importa consumir, a los que sólo les importa la ropa de marca, comprarse una moto y, que, además, son incapaces de esforzarse, porque lo único que quieren es ganar dinero, y ganarlo ya.
En otros momentos de mi vida he sido más optimista. Cuando salió mi novela El corazón helado decía que de alguna manera podemos explicar nuestro presente como el futuro que no consiguieron conquistar nuestros abuelos. Que, en definitiva, los republicanos lucharon por los mismos derechos y por las mismas libertades que tenemos todos nosotros ahora. Los españoles de izquierda y de derecha, en ese sentido, la democracia española de ahora mismo, es un poco el futuro que nuestros abuelos no pudieron conquistar para ellos. A veces soy así de optimista, pero a veces soy más pesimista.
Últimamente estoy más pesimista y creo que probablemente aquella oportunidad se perdió para siempre. Pero aun así estamos a tiempo de, por lo menos, evitar la desmemoria de la dictadura. O sea, la desmemoria de la República sucedió y es difícil de recuperar, se recuperará sin duda, pero sin embargo, creo que uno de los grandes problemas de lo que está pasando ahora mismo en este país es que hay una desmemoria profunda de la dictadura.
Ya nadie se acuerda del trabajo que costó levantar las casas, las casas físicas y las casas simbólicas, ya nadie se acuerda del trabajo que costó con- quistar derechos, ya nadie se acuerda de llegar hasta donde estamos, y así estamos.
Vivimos en un momento en el que Europa, en vez de convertirse en un contrapeso progresista de los Estados Unidos, se perfila como una versión a escala del mismo poder norteamericano. Una Europa en donde se aprueban directivas comunitarias que piden jornadas laborales de 65 horas, sin que nadie salga a la calle, ni siquiera para defender su propia jornada laboral.
La gente parece que no es capaz de movilizarse ni para eso. En este momento, la democracia española no se puede permitir tanta insensibilidad. No se puede permitir tanta indiferencia. No se puede permitir tanta ignorancia de su pasado, ni en el buen sentido ni en el malo.

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