11 oct 2011

El jardín de la Lola


Manzanares, 11 de octubre de 2011
Por Julián Nieva

No recordaba la última vez que su marido se había dejado sin tomar la comida que ella dejaba preparada en la mesa de la cocina. La vieja cazadora raída y las llaves indicaban que él debía estar en casa. Recorrió muy despacio el pequeño piso, propiedad de sus suegros, donde vivían. No fue capaz de descubrir la razón por la que lo hacía con tal lentitud. Habría sido normal llamarle, como hacían siempre unos con otros, pero no lo hizo. Finalmente comprobó que él no estaba y se desconcertó. Escrutó lo extraño que resultaba la situación. Había  algo que no encajaba. Además, no podían comunicarse, porque hacía varios meses que habían tenido que dejar los móviles. Llegar a final de mes se había convertido en una tarea  imposible. ¡Maldita sea!
María comía con los niños antes de que él llegara del trabajo. Los pequeños tenían sus actividades y ella iba tres tardes en semana donde la Nati a lavar y marcar. Desde que la echaron del supermercado, no había levantado cabeza. Sabía que si hubiera dedicado aquella tarde a ver la decoración del apartamento que el Jefe de Sección acababa de comprar, ella se habría librado del maldito ERE. De aquella decisión nunca se arrepintió. ¡Menudo hijoputa! Al poco tiempo, se quedó embarazada de nuevo. Perfecto.
Llevaban tantos años juntos, que los dos sabían lo que circulaba por las autopistas de sus cerebros sin necesidad de hablar. De hecho, casi no hablaban. Él no actuaba así, ¿qué coño le habría pasado? No recordaba que le hubiera mencionado ningún asunto. Además, en la calle hacía un frío de mil demonios. Y, ¿quién se marcha de casa sin llaves y sin abrigo? Su preocupación iba en aumento. Decidió esperar. Qué remedio.
Cuando llegaron los niños, ya no cabía en el piso. Como siempre, y a pesar de las protestas, nombró al mayor jefe absoluto del campamento. Le leyó la cartilla con la relación completa de responsabilidades que debía asumir por el simple hecho de haber nacido el primero. Después, se lanzó a la calle sin saber dónde ir.
Preguntó a un par de vecinas que, lejos de ayudarle, la interrogaron, al tiempo que le presagiaban malos escenarios. Total, -según ellas-, tratándose de hombres, ya se sabe. ¿Bares? No, imposible –pensó-. A este hombre había que sacarle a rastras de la casa, y el pobre manejaba menos dinero que un pigmeo. No obstante, echó un vistazo a los más cercanos. Las escasas luces del barrio se encendieron. Deambuló. Buscó una cabina que no estuviera destrozada  y llamó a un compañero de trabajo del marido que dijo no tener ni idea porque estaba de vacaciones. Decidió volver a casa con la esperanza de que el desaparecido hubiera vuelto. Habían pasado tres horas. De no ser así, tendría que reconstruir los restos del tsunami doméstico que sin duda se encontraría y salir de nuevo en busca de una comisaría.
No hizo falta. En el jardín de la Lola, como le llaman coloquialmente los vecinos, lo identificó. No parecía él. Había envejecido diez años desde que le viera por la mañana. Él odiaba ese jardín, -pensó-. Decía que, con la construcción del parque, se habían enriquecido el alcalde, además de un par de especuladores que, para mayor choteo, le pusieron al parque el nombre de Dolores Ibárruri.
Javier tenía los ojos llenos de lágrimas, parecía tener fiebre. Pequeñas gotas de sudor frío se asomaban impertinentes en su frente. Moqueaba como un crío después de un berrinche ante las atracciones de una feria.
-Por Dios Javi, cariño-. ¿Qué te ha pasado? ¿Estás bien?  ¿Te imaginas el susto que me has dado?
Javier Valle Díaz, de 40 años de edad, padre de tres hijos y de profesión soldador, se levantó a duras penas. Hizo un gesto de abrazar a su mujer, pero se contuvo. En ese momento percibió el frío en todo su cuerpo y le dolían las piernas.
-Estoy bien, vamos a casa- dijo. Al tiempo que ofrecía a su mujer la mano. Ella le insistió.
-¿Pero, estás bien? ¿Vamos al médico? ¿Te pasa algo?
Las lágrimas aparecieron en forma de cascada amazónica en la cara del metalúrgico. Miró el rostro de su mujer y le pareció lo más bello del mundo. Hubiera querido besarla, pero no se movió.
-Después de más de veinte años dejándome los ojos con la soldadura,  he arriesgado mi vida, metiéndome a soldar en lugares donde nadie en esta puta ciudad se hubiera metido. Mis compañeros conocen de esta profesión lo que yo les he enseñado-.

Tomó aire al tiempo que hizo una pausa que a su mujer le resultó eterna. María tenía una mano en la boca preparada para ahogar el grito que inexorablemente amenazaba con salir de su garganta.
-Entre más de treinta jóvenes que no saben ni la mitad que yo, el muy cabrón me ha despedido a mí-.