Manzanares, 18 de marzo de 2011
Por Víctor Manuel.
Es relativamente fácil ser un buen ciudadano. Por ejemplo, Román lo es. Siempre le he conocido defendiendo al más débil, a veces entregado a causas que estoy seguro el imaginaba con poco futuro, pero también es de buen ciudadano defender causas perdidas. Al cabo de tantos años, nos hemos encontrado a veces, en revistas juveniles, en adultos territorios comunes o en lugares remotos a los que nuestro trabajo nos ha llevado... Le he conocido siempre igual y creo compartir con el una reflexión común: ya que no podemos cambiar el mundo, al menos, que el mundo no nos cambie a nosotros.
Somos lo que somos porque nacimos donde nacimos; creo en el determinismo y en las maneras de vivir que te llevan por un camino desechando otros, en mi caso, flanqueado por algunas vidas ejemplares que me enseñaron que merece la pena vivir de esta manera y no de otra.
Desperté a la vida en medio de un prado verde, al lado de un bosque y enfrente de un río negro; me acunaron manos encallecidas por el trabajo rudo y las primeras palmadas que me llamaron al orden también fueron esas. Mi padre trabajó en la mina y luego en la construcción del túnel de la Renfe en Olloniego antes de ser ferroviario, donde se jubiló. Así que toda mi infancia giró alrededor de los trenes. La hermandad entre ferroviarios o hijos de ferroviarios existe, puedo demostrarlo; siempre hay personas que me abordan para contarme que también ellos son hijos del ferrocarril.
Me subí a mi primer tren en solitario con siete años, tenía el kilométrico que te correspondía por ser hijo del cuerpo y mi padre me subía al tren en Mieres después de darme un ida y vuelta hasta San Juan de Nieva, en el mar, donde acababa el recorrido y me repetía varias veces antes de subir al tren, como si yo no le entendiera a la primera: tu no te bajes, cuando el tren llegue al final vuelve otra vez para acá y yo te estoy esperando aqui. Era un juego entre el y yo, del que por supuesto apercibía al revisor para que me echase un ojo.
Mi imagen de la felicidad siempre ha sido, correr detrás de una pelota por un prado verde y también, dejar volar la imaginación enredada en el humo de los trenes que poco mas allá ascendían el Puerto de Pajares para salir a la meseta castellana.
Tengo un primer recuerdo de mí, debía tener dos o tres años: estoy sentado encima de la mesa de la cocina, mojando pan en un bote de azúcar y atado con un cinturón a la reja de la ventana. Esa era mi guardería. Mi hermano, cuatro años mayor, estaría en la escuela, mi padre trabajando y la madre en la huerta o limpiando la cuadra de los cerdos o yendo o viniendo del mercado o arrastrando sacos de harina para dejarlos en el pasillo de la casa.
Eran gente muy humilde. Padre se quedó huérfano y pasó a ser cabeza de familia con 16 años, cuatro hermanos y una madre. Su padre, Ángel, cuando acabó la guerra en Asturias, fue detenido y encarcelado en Oviedo; fusilado y enterrado en la fosa común cuatro años después, tras un simulacro de juicio; ahí está su nombre en el cementerio de Oviedo junto a otros 1.300 asesinados sin posibilidad de defenderse. En casa nunca nos contaron que había sido fusilado ni por qué le habían matado; por Todos los Santos, cuando íbamos a poner flores en la fosa común del cementerio de Oviedo, siempre en el mismo lugar, en un ritual decidido por mi padre, cuando emprendíamos el camino de vuelta para Mieres siempre le hacía la misma pregunta: ¿porqué mataron al abuelo? El siempre respondía lo mismo: por robar una cesta de huevos...
Como tantas familias, intentaban alejar de nosotros el fantasma de la guerra civil y en la casa nunca se hablaba de eso, aunque ese silencio era compatible con escuchar al mínimo volumen Radio Pirenaica; yo escuchaba atentamente junto a mi padre pero no era capaz de interpretar la realidad. Por un lado me contaban la muerte del abuelo como un hecho casi anecdótico y por otro, cuando les pedía que me dejasen apuntarme a la OJE, la organización juvenil de la Falange (porque allí las excursiones eran gratis; tenían campeonatos de fútbol y además porque los bocadillos de anchoas en el bar eran muy buenos) mis padres me negaban esa posibilidad con el argumento de que ELLOS eran los que habían matado al abuelo.
Tuvieron que pasar largos años antes de conseguir armar el rompecabezas. La última pieza que me faltaba por encajar llegó cinco años atrás, una asociación para la recuperación de la memoria histórica me hizo llegar toda la documentación acerca de la detención, juicio y fusilamiento del abuelo Ángel. Ahí comprendí, en esos papeles, con los nombres de los protagonistas, todo el cainismo y la sordidez criminal de una época donde efectivamente, parece que las salvajadas ocurrieron en ambos bandos pero a día de hoy, 18 de marzo del 2011, se calcula que ciento veinte mil, y todos del mismo bando, esperan en las cunetas o en fosas comunes que alguien les de sepultura definitiva.
También me gustaba el cine, primero las películas de niños prodigio como Marisol y sobre todo Joselito, al que creía parecerme y trataba de vestirme como el, igual que en el presente hacen los adolescentes con sus ídolos; mi debut como cantante fue en el cumpleaños de la directora de la academia y cantando la Campanera. Mi madre cantaba por Concha Piquer mientras trajinaba por la casa y padre por Jorge Negrete o Miguel Aceves Mejía.
Yo escuchaba mucho la radio, Los Cinco Latinos, el Dúo Dinámico y recuerdo como si fuera ayer el escaparate donde vi el primer disco del rey del twist, Miguel Ríos. Todo esto ocurría en Mieres del Camino, villa minera en el corazón de Asturias, de gran actividad industrial, donde corría el dinero y el alcohol; llegó a tener cuatro cafés cantantes. En los setenta comenzó un declinar imparable con el cierre de pozos mineros y otras actividades industriales.
Yo pasaba las horas enganchado a la radio y había escuchado en Discomanía, un programa de Raúl Matas en la Cadena SER, a nuevos cantantes que se escribían sus canciones y que además no necesitaban cantar de una forma ortodoxa, tenían voces diferentes, rasposas, parecían haber inventado otra manera de cantar y eran poderosamente atractivos.
Con aquella primera guitarra que me regalaron me puse a escribir canciones, por supuesto muy malas, lo previsible en alguien que no sabe su oficio ni intuye por dónde empezar a saberlo. También me regalaron una armónica y como instrumentista y cantante me apunté al primer Concurso Artístico de Otoño que se celebraba cada mañana de domingo en el Teatro Capítol de Mieres. He sido siempre reservado y no conté nada en casa así que mi padre descubrió mis intenciones paseando por la calle cuando alguien le entregó un volante donde estaba anunciado su hijo. Cuando volví del Instituto me preguntó: ¿vas a cantar el domingo en el teatro Capitol? Si, respondí. Se compró una entrada y fue a verme.
Poco después me convertí en el cantante de la Orquesta Bossa Nova; El Chato a la batería, Tasio con el acordeón y Quico al saxo. Bailes, comuniones y bautizos. Seguía escribiendo canciones y aunque sentía que mejoraba, la mala calidad de la escritura seguía siendo norma. Escuchaba mucha música y empecé a elegir: me gustaban los cantantes franceses (Aznavour, Gilbert Becaud, también Adamo); algunos italianos (Gino Paoli, Sergio Endrigo); descubrí la Nova Cançó catalana, primero Raimon, luego Serrat, también Paco Ibáñez.
Y de escucharles a ellos y a otros muchos, también por leer mucho y retener las lecturas, empecé a escribir canciones que hablaban de otras cosas, de un soldado forzado a matar que se convierte en cobarde; de un hombre bien situado que abandona todo para convertirse en mendigo; de un abuelo que abrasa su vida picando carbón; de un derrumbamiento en una mina...
Y así, sin pretenderlo, por tratar de ser diferente, se me fue complicando el oficio ante mi asombro que seguía pensando de mi mismo que no era un peligro público, vamos, que no era para tanto. Porque cuando yo me presenté en el Festival del Atlántico, en Puerto de la Cruz (Tenerife) con El cobarde estaba convencido de que concursaba con una canción pacifista -¿y quién puede no desear la paz?- pero cuando la escuchó el gobernador militar de Canarias dijo que esa canción era antimilitar y quiso empapelarme, aunque se conformó finalmente con que no ganase el festival, haciendo que el jurado votase dos veces después de haber ganado El cobarde la primera votación. Yo no salía de mi asombro: cómo podían los demás opinar sobre cosas que yo ni siquiera había pensado.
Estaba lleno de buena voluntad y confuso a la hora de interpretar la realidad. Intoxicado como tantos, salvo excepciones, por la propaganda del régimen y el arma poderosa de la televisión única. Era capaz de escribir en esa época La planta 14 abruptamente prohibida en mi primer disco y resignadamente, como una fatalidad, guardarla en un cajón y estar años sin cantarla. O escribir Carta de un minero a Manuel Llaneza y dentro de ella escribir frases confusas referidas a intervenciones foráneas de gentes ignotas que malquerían a España, argumentos que usaba a diario aquella dictadura para defenderse de un supuesto complot judeo-masónico.
Manuel Llaneza había sido el fundador del Sindicato Minero y alcalde de Mieres, mi pueblo y según cuentan, modelo de buen ciudadano. Supe de el por un trabajo sobre el Movimiento Obrero en Asturias de David Ruiz, libro de historia que burló la censura en aquellos tiempos, finales de los 60. Su lectura hacía que me hirviera la sangre, me sublevaba el desconocimiento de nuestra historia pero no era capaz de traducir cabalmente al presente lo que leía. Seguramente me faltó pasar por la Universidad, para escuchar otras voces, aunque tampoco eso sea garantía de nada.
En la medida que iba descifrando mejor la realidad, disponiendo de más conocimientos, mas repertorio nuevo me iban prohibiendo. Los primeros viajes a Latinoamérica, el encuentro con el mundo del exilio me volvió del revés. Yo desconocía todo de esa gente, de sus luchas, de su peregrinar lejos de casa. En mis primeros viajes a México, Argentina, Chile, Venezuela descubrí poetas de los que desconocía su existencia; poemas que marcaron mi vida posterior, como Asturias, de Pedro Gárfias; guerrilleros que habían estado emboscados en Asturias, peleando contra Franco, como Aris Llaneza, hasta 1949. Gentes que estaban deseando volver y otros tantos que no querían regresar hasta que Franco desapareciera. Y yo ahí en medio, como una esponja, empapándome de todo lo que hasta ese instante desconocía y regresando a casa con todo ese bagaje, que ya me obligaba a mirar de forma diferente a mis compatriotas.
Pero todos los problemas que yo había padecido hasta entonces no fueron nada comparado con lo que aun estaba por llegar. Muchas de las canciones que escribí durante Pos años 71 y 72 no pasaron censura. Pero sobre todo una de ellas, acabó cegándome todas las salidas. Se titulaba No quiero ser militar y enfureció tanto a los responsables del aparato censor que me aplicaron silencio administrativo o algo así, lo que que se traducía en que no podía grabar material nuevo mientras ellos no lo autorizasen.
La canción era muy panfletaria, muy directa, lo que el cuerpo me pedía, sin mas cálculos: “no quiero ser militar si debo poner cadenas al hombre que pide pan, no quiero ser militar, si debo servir gobiernos de ladrones con misal...", y por ahí para adelante, en este tono.
Nunca debí mandar esa canción a censura porque ya me sabía la respuesta, pero empiezas a darle vueltas ¿la mando, no la mando...? y la mandas pensando "a ver si les jodo la mañana..." Puro infantilismo. Esto enlazó con una comedia musical que escribí y pretendí estrenar titulada Ravos y de la que a su paso por censura no quedaron ni las raspas. La verdad es que era un vómito sobre nuestra realidad de 1972, en la que incluso aparecía en escena Sánchez Bella, a la sazón ministro de Información y Turismo y responsable último del aparato censor. Nos fuimos a estrenarla a México y ahí nos estaban esperando.
Los periódicos, la televisión, la radio de aquí, contaron que pisábamos la bandera española en el escenario, cosa que era incierta, fue la escena que nunca existió. Pero en aquellos tiempos se jugaba con la honra o el prestigio de los demás sin que uno pudiera defenderse en ningún lugar. Eso me radicalizó aún más y ya me quedé para siempre al otro lado del río, pensando que yo con los que estaban en esta orilla no tenía nada que ver y que, además, iban a tener un enemigo jurado para siempre. En la otra orilla había encontrado ciudadanos que parecían pertenecer a esa España que algún día sería posible, no sabía cuándo ni como, pero si que era más justa, más solidaria, más leída; estaba convencido que aquella España peregrina más pronto que tarde regresaría con todas sus banderas.
Cuando regresamos de México, seis meses después de lo previsto, el ambiente era de abierta hostilidad, porque, aunque a nivel oficial todo estaba claro, ya se encargaron ellos de no aclararlo públicamente, así que comenzamos un trabajo de hormiga laboriosa, de puerta en puerta, de escenario en escenario, explicándonos y sin retroceder ni un paso de nuestros principios. Esos fueron los claros resultados de un hostigamiento que consiguió justo lo contrario de lo pretendido: no acallarnos.
Todos los buenos ejemplos que yo había tenido a mi alrededor en los primeros años, en Mieres, encajaban ahora con el mundo en el que me estaba moviendo, en las movilizaciones sectoriales, en la agitación perpetua con la que uno convivía, en la escritura urgente de canciones que por supuesto no sonaban en radio alguna y menos en TVE, donde el veto era absoluto.
¿Y donde quedaba mi familia en todo este tránsito de su hijo menor?. Pues viviendo mis peripecias a distancia, con un gran desasosiego que nunca me transmitieron, aunque mi madre me susurró, para que yo lo supiese, que a padre le amenazaban de vez en cuando dejándole alguna nota en el parabrisas de su coche. Cuántas veces me dijo padre que al abuelo le habían matado por robar una cesta de huevos y nunca se le ocurrió decirme que tuviese cuidado, que el enemigo era temible. Secretamente debió ver en mí una vindicación de su suerte, de su humillada vida, de tanto silencio.
Vivir es elegir y conviene ser consciente de que no puedes gustar a todo el mundo. Cuanto antes te des cuenta, mejor, aunque hay gente que se muere sin comprenderlo y pasan por la vida tratando de poner huevos en todas las cestas. Conviene saber pronto que cada decisión que tomes te lleva por un camino y no por otro. Que con cada canción que escribes delimitas tu territorio. Con cada opinión que manifiestes acerca de la cosa pública, alguien te volverá la espalda, alguien se sentirá irremediablemente ofendido. Así es este país...Pero conviene aclarar que en otros países saben diferenciar, compartimentar, las cuestiones artísticas y las políticas. Así que estos son los bueyes con los que tenemos que arar y no se puede dejar de escribir, de cantar, de opinar, porque a otros no les guste lo que dices.
Mi generación es el puente que viene de un tiempo en el que los artistas, salvo alguna excepción, esperaban las migajas que caían de la mesa de los señoritos para pasar a depender del sostén que le da el público. Su independencia se la regala el espectador que compra una entrada o va a la tienda a comprar su disco. Es otro modelo de artista que se gana su libertad y la defiende con la complicidad de ustedes. Y esto, creo yo, esto y las canciones claro, es lo que le da su carácter incombustible, su permanencia tan prolongada en los escenarios.
¿De que hablan cuando hablan de jubilarse a los 67 años? Puedo decirles un montón de artistas en activo, y todos tienen más de 67, y además no parece que tengan ninguna intención de abandonar su trabajo por el momento. Ese es otro de los secretos de este trabajo tan poco secreto: subirte al escenario es volver a nacer, a inventarte cada día; ahí arriba tienes magnetismo, tienes poder y lo mejor que puede pasarte es que sepas usarlo no solo para ti, también para devolverle a la sociedad los privilegios que te ha dado.
Si uno elige militar en un partido es porque está convencido de hacerlo en el lado bueno, o así quiero creerlo, aunque me desmientan todos los tránsfugas que en el mundo han sido. En la militancia y fuera de ella encontré compañeros de viaje que además de buena gente, regalaban su tiempo, su esfuerzo para que el país cambiase. Y a imitar ese ejemplo me dediqué desde entonces, regalando parte de mi tiempo, de mi trabajo, para que este país y esta sociedad fueran mejores. Y ya lo creo que lo son.
No se recuerda en la historia de este país llamado España un periodo tan largo de convivencia pacífica, ni han existido nunca tantas conquistas sociales ni tanta permisividad en las costumbres. Y que dure. Como activo militante de nuestra transición política, pienso en la distancia, que pudieron hacerse mejor las cosas pero estoy convencido que solo se hicieron las cosas posibles, teniendo en cuenta que nadie tenía, ni gobierno ni oposición, un mapa para ver por donde se salía de aquel laberinto; se improvisaba todo el tiempo en función de los tirones que daban indistintamente el viejo régimen, los militares como parte de él y la oposición que lo querían todo pero con la boca pequeña, no fueran a enfadarse.... No puedo imaginar adonde nos hubieran llevado posiciones maximalistas ni que desgarros hubieran producido.
De aquel tránsito salí muy fatigado. Cuando no tienes aspiraciones políticas, profesionalmente hablando, las peleas internas, la militancia, provoca un desgaste inaceptable y yo, allá por 1979, después de varios años en primera línea, el cuerpo ya me estaba pidiendo otras cosas y además, tenía un hijo de tres años con el que me apetecía mas perder el tiempo que en reuniones interminables, a veces estériles. Aún así, seguimos Ana y yo militando en el PC-para los mas jóvenes, no es un ordenador- hasta 1982, cuando nos fuimos dando un portazo con un artículo publicado en El País titulado "Nos vamos porque seguimos en el mismo sitio", ante la propuesta de Santiago Carrillo, tras el fracaso electoral, de nombrar como si fuese un monarca, a un heredero en vez de convocar como muchos pedíamos un Congreso extraordinario para quitarnos las telarañas.
Claro que fui en ese tiempo tentado para profesionalizarme políticamente, pero nunca se me pasó por la cabeza dar ese paso, la música es y ha sido siempre mi único objetivo, mi único medio de vida y haciendo música he opinado, opino y opinaré sobre política mientras siga escribiendo.
Hay quien piensa que las canciones deben ser solo eso, canciones, y no tratar de ser otra cosa, pero a veces la música, además, puede ser altavoz de causas sin voz, o paño de lágrimas o refugio de esperanzas. Hay voces, escritura y oídos para todos y una canción no es mejor ni peor por su temática.
Yo he tratado de meter en algunos de mis textos situaciones, personajes, que nunca antes habían estado en las canciones. En mis comienzos, El abuelo Víctor o La planta 14 ofrecían dos visiones diferentes del mundo de la mina, la primera, una mirada sentida, como no podía ser de otro modo, se trataba de mi abuelo y aquello que yo escribí pensando que no grabaría nunca porque a quien podía interesarle algo tan personal, se convirtió de pronto en el abuelo que todos hemos tenido aunque nunca hubiera bajado a la mina y hubiera quemado su vida en otras labores igualmente esforzadas.
La planta 14 habla de otro tiempo, de otra mina, de otras relaciones laborales, de otro mundo más brutal, de la tragedia que provoca un derrumbamiento allá adentro; de las historias que alrededor del fuego contaban la familias. ¿Que por qué canté tanto a la mina? Bueno, era lo que yo había tenido delante de mis ojos hasta los 16 años; tios, primos, padre, abuelos, todos habían bajado a la mina y sus experiencias abajo eran el pan nuestro de cada día.
Además tuve un plus adicional: al lado de casa vivía Paulo, minero, picador, la persona peor hablada que he visto en mi vida; él me enseñó a mí, desde bien pequeño, todos los juramentos que yo suelto cuando me siento muy contrariado. Tenía un corazón que no le cabía en el pecho y era hombre de principios, siempre que había huelga minera se lo llevaban a la cárcel de Oviedo. Una tarde volvió con la espalda desollada, en carne viva y allí se aplicaron las mujeres a darle ungüentos para aliviarle el dolor; yo estaba espantado mirándole, pero aún asi le pregunté: ¿qué te pasó Paulo?, nada Vitorín, pegáronme.
Muchas veces me han preguntado a propósito de Solo pienso en ti si tengo familiares discapacitados o he tenido alguna experiencia relacionada con ese mundo. Ni lo uno ni lo otro; lo que me hace escribir esa canción es el conocimiento de esa realidad a través de un reportaje periodístico en el diario Córdoba. Discapacitados psíquicos no profundos, en la residencia Promi, en Cabra (Córdoba), fabricaban muebles, forjas, financiaban su estancia en la residencia y algunos mandaban dinero a sus familias, muy humildes. Existía un problema, era una residencia mixta y algunas familias se negaban a que se les facilitasen anticonceptivos a sus hijas. A la tarde, cuando acaban el trabajo, Mariluz y Antonio agarrados de la mano paseaban por el jardín. Esa es la imagen que impregna y hace nacer Solo pienso en ti.
Si hay una canción que siempre me traiga la alegría de la mano es esta. Primero, porque muchos familiares de discapacitados me han agradecido haberla escrito y haber hecho visible algo que estaba ahí, que aunque hoy parece tener carta de normalidad la integración del discapacitado, no siempre ha sido así y solo el esfuerzo de tantas familias ha conseguido que la sociedad ya no mire para otro lado ante este tema. Revisando artículos que se escribieron a propósito de la canción cuando se editó en 1979, se refieren a la temática como de pasada, sin hacer hincapié, describiendo la canción más como un tema amoroso y sin entrar en el fondo del asunto. Otros tiempos.
Tampoco he necesitado tener experiencias homosexuales para escribir ¿Quién puso más?, en 1980. Simplemente tenía enfrente a dos amigos con una muy larga relación amorosa y como tantas veces, esta termina con los consiguientes desencuentros y devoluciones del rosario de su madre.
O cuando me he acercado al mundo del heroinómano a través de la mirada, de la experiencia de una madre que agobiada por largos años de dolor decide dar muerte a su hijo con una dosis pura de heroína. O al secreto mundo que ha rodeado el alzhéimer en El hombre sin recuerdos. Sabía de la enfermedad, pero no los parámetros en los que se movía. Solo tuve que esperar cinco años mas después de escribir la canción para empezar a bregar con mi madre y esa enfermedad, que acabó con ella hace poco más de un año. O a mirar el derrumbamiento de las Torres Gemelas en La doble muerte de Juan Diego, con los ojos de un mexicano que trabaja en las torres y que, por no tener papeles no estará nunca contabilizado entre los muertos.
Tampoco he necesitado ser mujer para escribir sobre la violencia de género en El club de las mujeres muertas, me basta ser hombre para horrorizarme ante la humillación y el calvario de tantas ciudadanas que a veces, simplemente, por no tener independencia económica tienen que soportar a energúmenos, más parecidos a las alimañas que a los hombres.
Con María Ávila |
No quiero agobiarles con más títulos ni mas canciones. He intentado, intento, ser un buen ciudadano, regalando tiempo y esfuerzo a los demás, a causas colectivas que a mi me hacen mejor solo con participar de ellas. Nunca he negado una mano que alguien me haya pedido y me he dedicado a escribir canciones que hablan de nosotros, de lo que nos pasa, de lo que queremos ser y de lo que nunca seremos. A tratar de que mi oficio, este viejo oficio de escribir canciones, siga siendo artesano, siga mereciendo la pena y esto será así mientras que uno solo de ustedes esté dispuesto a escuchar esas canciones.
Con Cayetana y Felipe Román
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