Presentación del libro Cómo ser un buen ciudadano
14 jul 2011
Cartel Javier Reverte
Lejos de los palacios y los salones
Manzanares, 8 de mayo de 2009
Por Javier Reverte
Primero, muchas gracias a Román por haberme invitado aquí. Los dos hemos compartido ese noble oficio que es el periodismo.
Hablaba Román de Ryszard Kapuscinski y me ha recordado una anécdota muy interesante de ese gran maestro que era Kapuscinski, para centrarnos en esa figura de un periodista al lado de la gente. Ese tipo de periodista y de escritor es el que a mi me gusta y al que uno quisiera, en alguna medida, aproximarse.
Recordareis la famosa marcha zapatista de 2001, cuando miles de personas marcharon desde Chiapas al Distrito Federal, en México. Atravesaron medio país hasta llegar a la plaza grande de México, el Zócalo. El subcomandante Marcos lanzó un discurso en defensa de los derechos indígenas y de la revolución zapatista. Aquel subcomandante Marcos, que habló con su pasamontañas puesto y anunció que se lo iba a quitar y luego no se lo quitó.
En la presidencia de aquel acto, había gente muy importante de la intelectualidad y la política progresista. Estaba Danielle Mitterrand, la viuda del ex presidente francés François Mitterrand. Estaba el premio Nobel José Saramago. Había mucha gente muy ilustre: Joaquín Sabina, Miguel Ríos (que ha sido “profesor” en esta Escuela), Manuel Vázquez Montalbán y otros españoles del mundo de la cultura y gente progresista.
Y había otra persona más: Kapuscinski, que estaba abajo, no el palco. Kapuscinski estaba abajo, hablando con la gente. No critico, ni mucho menos, a los que estaban arriba, su papel era ése. En definitiva, eran iconos del progresismo e iconos de la cultura. Pero Kapuscinski era un humilde periodista que quería hablar con la gente y eso fue lo que hizo, hablar con los miserables de lo que significaba el zapatismo.
A mí, ese papel siempre me ha llamado la atención. No por lo que tiene de modesto y humilde, eso es lo de menos, sino por lo que tiene de estar oyendo la voz directa de la gente. Eso es muy importante, que esos escritores como Kapuscinski nos trasladen la voz de los que sufren, porque sabremos mucho más sobre lo que es el mundo. Ese era el oficio de Kapuscinski,
En ese sentido, podría dar una charla teórica. Tengo mis opiniones, como todo el mundo, sobre lo que ha sido esta crisis, lo que es el mundo de hoy, qué valores se están perdiendo, qué valores habría que reforzar. Hasta que punto la política en los países democráticos, hasta qué punto los políticos, son en buena medida -y no hablo de partidos políticos concretos— cómplices de todo lo que está sucediendo y de lo que ha sucedido. Porque la tarea de los políticos también es corregir los desmanes de los avariciosos, que no se han sabido corregir suficientemente bien, cuando ha habido posibilidad de hacerlo.
Yo tengo mis opiniones, como todo el mundo, pero no quiero hablar de esas opiniones, porque no soy un teórico. Lo he dicho siempre: no soy un teórico porque, primero, a lo mejor no valdría para teórico, y segundo porque no quiero serlo. A mí no me atrae el mundo de las grandes ideas para formularlas, sino que me gusta hablar de las cosas concretas.
En ese sentido, el escritor nunca tiene que escribir desde banderías. Escribir es otra historia. La escritura se dirige sobre todo al corazón de la gente. Se escribe sobre el corazón y evidentemente se escribe sobre el alma. La tarea de un escritor es, en ese sentido, poco partidista. Pero es cierto que muchos escritores adoptamos una posición ante las cosas muy directa, y pretendemos también, en un momento concreto, trasladar a nuestros lectores cual es nuestra concepción del mundo, poniendo ejemplos sobre la realidad del mundo.
Para que os hagáis una idea, os contaré la historia de un libro. Cómo surgió ese libro y cómo ese libro me hizo reflexionar sobre la condición humana. Es un libro que ha citado Román, La noche detenida, una novela que transcurre en el Sarajevo cercado de 1992. Una novela a la que le dieron un premio importante y bien dotado (Premio Ciudad de Torrevieja) hace años, y que me permitió además llevar una vida mejor, en el sentido de facilitarme los viajes que hago para poder escribir los libros que escribo.
Yo no empleo el dinero en especular, ni en comprar grandes posesiones para luego venderlas más caras, como se llevaba antes. Lo empleo en gastármelo en futuros libros.
El libro surgió en el año 92. Yo era un reportero free-lance, que trabajaba por libre. Había dejado el periodismo directo, no trabajaba en una redacción. Intentaba abrirme camino como escritor, como novelista. Todavía no se me había ocurrido escribir libros de viajes. Había escrito uno muchos años atrás, pero no pensaba hacer libros de viajes. Luego saqué uno, El sueño de África, que me dio muchísimos lectores y dinero suficiente para poder vivir de la literatura y para la literatura, de una manera normal, no en plan de rico.
En esos años en los que intentaba abrirme camino como novelista, tenía que acudir de vez en cuando a trabajos de free-lance, porque si no, no tenía dinero para vivir, claro. En 1992, una revista, ya desaparecida, que se llamaba Panorama, nos contrató a Manu Leguineche y a mí para hacer una serie de reportajes sobre la Guerra de Bosnia. Nos pidieron que nos fuéramos a Bosnia durante un mes y pico y, elaborásemos cada uno un reportaje semanal, durante cinco semanas.
Nos fuimos juntos en un coche, pero él tuvo que volverse antes, porque eran las elecciones americanas, la primera vez que ganó Bill Clinton. Yo me quedé solo. Esperaba en Splitz, una ciudad de la costa croata, a que saliera un convoy de Naciones Unidas cargado de medicamentos con destino a Sarajevo, para sumarme con mi coche. Sarajevo era mi objetivo.
Yo conducía un coche que nos había dejado la revista, un Seat. Manu, que era muy listo, muy zorro, había pedido que fuera de color blanco, como los de la ONU, para camuflarnos entre los de la ONU y que nos tomaran los soldados en los controles como gente de la ONU. Luego no te tomaban en absoluto como gente de la ONU, te paraban y te sacaban todo lo que podían. Porque los soldados se dedicaban en esos controles de carretera, entre otras cosas, a sacarte tabaco, alcohol, dinero, todo lo que podían.
Los periodistas se podían unir a esos convoyes aunque, como decían los de la ONU, a su propio riesgo. Firmabas un papel a Naciones Unidas en el que aceptabas que te unías al convoy, pero que ellos no te protegían en absoluto. Si te detenía alguien, quedabas detenido. Si te pasaba algo, ellos no eran responsables de lo que te sucediera.
Esperaba en Splitz, una ciudad muy bonita, con una gran explanada junto al mar, muy luminosa, muy mediterránea y para entretener la espera hacía fotos. Un día de noviembre muy luminoso, en el que no hacía frío, me estaba dando un paseo y vi a una mujer con un carrito de bebé y me puse a hacerle fotos. Ella me llamó y me preguntó en un inglés estupendo, mucho mejor que el mío: “¿es usted periodista?”, si soy periodista, y “¿dónde va?”, voy a Sarajevo.
La mujer se quedó muy impactada. Me dijo:
-- Mi marido está en Sarajevo, y yo aquí con nuestro hijo. Pude salir de Sarajevo al principio de la guerra, pero él no pudo escapar. Vive allí, y no sé nada de él. Sé que está vivo, pero nada más, solo que vive en unas condiciones terribles.
Los sarajevinos, que eran unos radicales serbios, no dejaban salir a nadie y tenían cercada la ciudad.
Aquella mujer me preguntó si le llevaría alguna cosa a su marido. Le dije que sí.
-- Voy con el coche vacío, y lo que usted quiera, un paquete o lo que prefiera, se lo llevaré encantado.
Quedamos por la tarde en el hotel. La mujer me llevó una maleta llena con latas de conserva, comida, medicamentos, una botella de vodka… Me acuerdo que sobresalía un chorizo muy largo. También me dio unos crucigramas. Le expliqué que no podía llevar los crucigramas, porque estaba prohibido llevar cosas a la gente. El resto, la comida, la podía llevar haciéndolas pasar como mías. Pero si llevaba unos crucigramas en serbocroata, evidentemente, pensarían que no eran para mí. Me dio también una carta para su marido. Le dije que lo mejor era quitarle el sobre a la carta. La llevaría sin sobre en el bolsillo para que no me la quitaran.
-- No se preocupe, no sé serbocroata –le dije-. Si usted le dice muchas cosas cariñosas o eróticas a su marido, no me voy a enterar, no hay problema.
La mujer me preguntó si le podía llevar también dinero. Marcos alemanes. En Sarajevo, como en todas las guerras, siempre hay gente que se beneficia del horror y de la muerte. Existía un mercado negro de alimentos, pues allí escaseaba de todo, prácticamente no había de nada. Todo se pagaba con marcos alemanes o con dólares.
¿De dónde salían los productos que se encontraban en el mercado negro? Pues de convoyes humanitarios. Aproximadamente un 30% de lo que transportaban los convoyes humanitarios que iban desde Splitz por carretera o en avión, era confiscado en los controles de los serbios. Ese 30% quedaba en manos de los piratas de turno, que lo revendían en el mercado negro a la pobre gente que vivía en Sarajevo, que debía pagar en marcos o dólares.
Y aquella mujer de Splitz me dio 300 marcos. “Es todo lo que tengo, lléveselo porque le hará falta para comer”, me dijo. Ella vivía con unos parientes. Le expliqué: mire esto es una tontería; primero, porque usted no me conoce y, segundo, si no puedo entrar en Sarajevo, y al volver a mi país no paso por Splitz, no se los podré devolver. También puede suceder, insistía, que no encuentre a su marido y no le pueda dar el dinero. O que me lo roben en un control. O simplemente, que me lo quede, porque usted a mí no me conoce y no sabe cómo soy yo; usted solo me ha visto esta mañana haciendo unas fotos.
La mujer me dijo una de esas frases que la realidad te ofrece y que la literatura no es capaz de inventar muchas veces. Me dijo: “en este país, después de unos años de guerra, hemos aprendido a confiar en los desconocidos y a desconfiar de los conocidos”.
Una frase que un escritor tardaría mucho tiempo en inventar. Son de esas frases que se te quedan y que te tocan el alma. Te hacen ver hasta qué punto es terrible una guerra, una guerra en la que hay que desconfiar de los conocidos: una guerra civil, en definitiva. Eso era aquella guerra y más en el cerco de una ciudad. Me dejó muy impactado. Le dije: déme el dinero, lo voy a intentar, pero no le garantizo nada.
Por fin llegué a Sarajevo, después de pasar muchas penalidades en el camino. Me paraban en muchos controles, intentaban sacarme tabaco o lo que fuera. Te quitaban parte de los alimentos. Pero bueno, al final pude entrar en Sarajevo. Entrar en aquella ciudad era horroroso, sobre todo en el último tramo, absolutamente bombardeado por los obuses de los serbios. Ese último tramo era tremendo.
Según llegabas a Sarajevo, veías un graffiti enorme que decía ‘Welcome to hell” (Bienvenidos al infierno). Ese lema te resumía dónde estabas entrando, en el infierno. Y era verdad. En Sarajevo, sólo había en pie un hotel que admitía huéspedes. La mitad de la ciudad estaba destruida, la mitad que daba al río, por los balazos y las bombas de los francotiradores. La otra mitad estaba en pie, y allí nos alojábamos los pocos periodistas extranjeros que en ese momento estaban en la ciudad.
Pasé varios días en Sarajevo, ocho o diez días. Aprendí a caminar entre aquella gente por las calles de la ciudad. Me enseñó el marido de esta mujer, porque ahora contaré la historia, con final feliz por cierto. Me enseñó cómo caminar por esas calles bajo la amenaza constante de los francotiradores. Una ciudad absolutamente rodeada, una ciudad que se extiende en las dos orillas del río Meridiana, cruzada por unas anchas avenidas que iban de norte a sur.
Los francotiradores se apostaban fuera de la ciudad y al que cruzaba, le disparaban, como si fueran palitos de feria.
La manera de cruzar esas calles tenía su truco: no había que hacerlo en periodos de tiempo concreto, o sea cada minuto cruzaba uno, sino que había que romper los periodos: a lo mejor, tres corriendo al mismo tiempo y luego dejar cinco minutos, luego otros tres después, etcétera. Había que procurar no ir en grupo. Aún así, cazaban a mucha gente. Todos los días morían varias personas alcanzadas por los disparos de los francotiradores.
También moría gente en las colas del pan, en lugares de concentración como el mercado. Esos sitios eran bombardeados con granadas de mortero y producían una matanza diaria tremenda.
Además, había que soportar el sonido terrible de esa ciudad. El sonido de los balazos y los bombazos constantes. Era un bum-bum continuo. Incluso por la noche, aunque amainaba un poco, seguían disparando balas y explosionando granadas.
Una mañana le hice una pregunta a la chica que trabajaba en la recepción del hotel, y me contestó con otra de esas frases que no se pueden inventar casi en la literatura.
-- ¿Por qué disparan por la noche?, si saben que no pueden ni apuntar.
-- Es que por el día disparan para matar los cuerpos y por las noches disparan para matar las almas, disparan para mantener el miedo en pie, despierto.
Era también una frase de una expresividad y un dramatismo que difícilmente podía ser concebido por un escritor que no fuera Shakespeare, que ese sí que lo hacía bien, y te hacía unos diálogos imponentes.
Bueno, cuento antes el final de la historia.
Encontré al marido. Le entregué el dinero y los paquetes. Me invitó a su casa a cenar, pero no acepté. En su casa, no tenía ni luz, ni agua corriente. Se alumbraba con velas. Se hacía su propio pan en un horno. Tenía en las ventanas sacos terreros. Vivía muy mal el hombre, pero iba tirando como podía. Estaba muy delgado, porque, claro, la comida estaba muy racionada y no tenía dinero.
En el tiempo que estuve en su casa, me entregó su diario. Me dijo: “este es mi diario, lléveselo a mi mujer, ahí dentro va mi vida”. Le señalé lo mismo que le había dicho a su mujer: quizá no la encuentre al regresar, no doy con ella… Él me dijo: “estoy seguro de que usted la encontrará”.
Efectivamente, cuando salí de Sarajevo regresé a Splitz. Encontré a la mujer y le di el diario. Recuerdo que se apartó con el niño, con su carrito, y lloró. Fue una situación de esas que te tocan el alma de verdad. Años después, me escribió la mujer contándome que al fin su marido había salido de Sarajevo y se habían ido a vivir a una ciudad cerca de Belgrado. Ellos eran de origen serbio, pero no radicales. Me decían que allí tenía mi casa. La historia había tenido un final feliz, de película bonita. No los mataron y yo salí vivo también. Todo terminó bien.
Durante esos días en Sarajevo hablé con mucha gente. Además, todo el mundo quería hablar contigo. No sólo querían contar su historia, sino que se supiera en el exterior. La gente me decía: cuéntelo usted por favor, los periodistas nos son muy necesarios. Hace falta que ustedes cuenten lo que nos sucede, porque si no lo cuentan, el mundo nos va a olvidar y entonces entrarán los serbios y nos matarán a todos.
Tenían un poco de razón. Porque dos años después, en 1995, entraron los serbios radicales en Srebrenica, recordáis esa historia, y mataron a 12.000 hombres en edad militar, en las edades comprendidas entre los 16 y los 50 años. Los mataron de un tiro en la nuca. 12.000 hombres. Es uno de los grandes crímenes de la humanidad que se ha juzgado en La Haya. Eso que pasó en Sbrenica podía haber pasado en Sarajevo si el mundo los hubiera olvidado.
Recuerdo que en los mercados no había nada. Eran mercados de mesas vacías. En una de esas mesas, había una mujer, con su marido. Una mujer elegante, se veía que pertenecía a una clase social adinerada. Bien vestida, aunque con ropas viejas. Él iba con su corbata, queriendo mantener un poco el aire aristocrático. Ella me llamó: “periodista, venga, venga, mire lo que comemos”. Me llevaron a una mesa y sobre ella había cajitas de alpiste. “Comemos comida para pájaros, mire usted lo que comemos en Sarajevo, cuéntelo, por favor, cuéntelo”.
Todo el mundo te decía, cuéntelo, cuéntelo. Me di cuenta de hasta qué punto era importante contar cómo vivía esa gente. Era muy importante, lo decían ellos, para que lo supiera el mundo Y allí también empecé a desinteresarme más aún, pues nunca me había interesado, pero ahora todavía menos, por esos periodistas que van a las guerras y lo que más les importa es hacerse la foto delante de los muertos, vestidos de pescadores de trucha, con esas chaquetas llenas de bolsillos por todos lados, por cierto, que no sé que guardan ahí. Para anzuelos sirven, pero ¿qué van a llevar, balas? Balas no puedes llevar.
Empecé a sentir hacia ellos una cierta repulsión. Yo no soy un periodista especialista en guerras. Ni lo soy, ni quiero serlo. Esa imagen del periodista que se hace la foto delante de un muerto, que cuentan cómo las balas le silban a su alrededor, no me gusta en absoluto nada. No. Porque he hablado con la gente que padece la guerra.
Conocí mucha gente, hablé con mucha gente. Hablé con los periodistas del único periódico que se mantenía en pie, al que habían alcanzado montones de bombas. Vivían escribiendo la noticia diaria para que hubiera noticias. Mantenían una posición muy heroica.
Después de pasar esos días, salí con enormes dificultades de Sarajevo, que no voy a contar, porque no es mi película la que interesa. Salí y volví a España.
Tras regresar a Madrid, pensaba sobre Sarajevo y me preguntaba qué es lo que he visto en Sarajevo. Porque había visto y había hablado con mucha gente. Entonces me di cuenta de que había descubierto, sobre todo, dos cosas importantes: una, hasta que punto es terrible una guerra. Yo no había vivido una guerra tan intensamente como aquella. La habíamos visto en el cine, en reportajes, en televisión. Pero no es lo mismo que verla con tus propios sentidos, directamente. Entonces te das cuenta de que la guerra es lo peor que hay, es la absoluta denigración de la condición humana, lo que más nos denigra, es indignante.
Creo que, en la guerra, todo el mundo la pierde. La pierden los que la han ganado físicamente, porque pierden la dignidad. La pierden también los que la han perdido, porque pierden la libertad, porque pierden la vida y, sobre todo, porque pierden una cosa: todo lo que de civilizado hemos construido. Se pierden los valores cívicos, los valores ciudadanos, como el sencillo acto de tomar café con los amigos, compartir una tertulia donde charlamos de películas, de cine o de política. Se pierde lo que hemos construido como escuelas, donde los niños van a aprender; los trabajos, los puestos de trabajo, que nos gustan más o menos, pero con los que nos ganamos la vida.
Perdemos toda esa sociedad que hemos construido, esa sociedad de libertad, y esa sociedad de civilización. Una guerra lo destruye todo. Entonces, los niños no van al colegio, los trabajos escasean, no se pueden reunir unos cuantos amigos para tomar café, no hay cine. Todo lo que hemos establecido como una sociedad en la que nos movemos alegre y civilizadamente, desaparece, no sólo la vida.
Todo eso fue lo primero que percibí y de lo que me di cuenta inmediatamente. Era tremendamente doloroso verlo y vivirlo. Pero yo intento siempre vivir las cosas, saber de ellas directamente. Es mi oficio y me gusta.
Lo segundo que descubrí es hasta qué punto, en un momento determinado, los seres humanos saben reconstruir, dentro de los escenarios más tenebrosos, un escenario de dignidad. De dignidad y de amor. Sobre todo a base del amor y de esos valores cívicos que vosotros en este ciclo intentáis despertar: de la solidaridad con los otros, de compartir las cosas necesarias, de la amistad. La amistad sincera, en esos momentos, puede llegar hasta niveles muy hermosos y heroicos.
Me di cuenta hasta que punto los seres humanos somos una especie magnífica. Soy una persona que no cree en casi nada, ni en dios, ni en nada, soy agnóstico; me considero progresista y de izquierda, pero en muchas ocasiones no creo en los partidos, desafortunadamente, aunque pienso que son necesarios. No critico la existencia de los partidos políticos, ni mucho menos. Son necesarios, pero a veces tiran más al profesionalismo que al servicio a los demás.
Bueno esta es una opinión muy personal.
Pero, aunque en casi nada creo, me di cuenta de hasta qué punto los seres humanos tenemos una enorme capacidad para reconstruir sobre un escenario de destrucción, una luz de esperanza. Intentar levantarse. Es decir ¡vamos a seguir andando, vamos a seguir hacia delante, vamos a intentar que el mundo sea mejor! Me pareció maravilloso sentir eso, dentro de un escenario de terrible destrucción que es una guerra.
Me acordaba mucho de mi padre en ese momento. Mi padre, que ya murió, era periodista. Tuvo una vida dramática, pero fue muy optimista en su vida. Le tocaron dos guerras, primero, la Guerra Civil española. En una leva, lo llevaron al frente, en el lado republicano. No era hombre de ideas políticas. Pienso que la mayor parte de la gente a la que le cayó la Guerra Civil encima, lo que sufrió fue más la guerra que mantener unas ideas u otras. Mi padre era un hombre muy tolerante, muy abierto, pero un hombre más bien de ideas conservadoras y se pasó toda la guerra al lado de El Campesino. Se chupó una guerra de cuidado. Y luego, como salió de esa guerra rojeras, estuvo en un campo de concentración unos meses. Para limpiarse, se fue un año a la División Azul, como mucha gente hizo. Limpió su hoja de servicios con los republicanos, y regresó como un héroe del falangismo. Así pasó toda la vida, fue un superviviente.
Como tenía mucho sentido del humor, me solía decir: he estado en dos guerras y las he perdido las dos, no creo que me contraten para una tercera. Y añadía: además, a mi edad he muerto ya demasiadas veces por la patria. No le gustaban las guerras, ni le gustaba hablar de las guerras.
Pero cuando le preguntabas sobre las guerras, porque yo las había visto ya en el cine o en los tebeos de Hazañas Bélicas, siempre me decía lo mismo: “mira, hijo, la guerra es horrorosa”. Y añadía algo que le había escuchado a no sabía quién: que no te dé nunca dios, o el diablo, todo lo que eres capaz de soportar. Me di cuenta de eso en Sarajevo: hasta qué punto los seres humanos somos capaces de soportar la cantidad de desastres que provocamos. Era otro elemento que me pareció muy positivo de la condición humana.
Total, que esa guerra de Sarajevo me enseñó mucho. Salí muy tocado por la experiencia de lo que había vivido y con la cabeza llena de pensamientos nuevos, cosas que no había vivido y sobre las que no había reflexionado.
Cuando llegué a España, escribí los reportajes. Se publicaron y me pagaron. Me venía muy bien el dinero que había ganado. Pero me quedé con la copla diciendo: pero si en esos reportajes apenas he contado lo vivido. Había muchas cosas que no había podido incluir en los reportajes.
El reportaje de un periódico siempre tiene un problema: la extensión. Tú no puedes hacer más que un número determinado de folios. Son pues muchas las cosas que te tienes que guardar y recortar por fuerza. El papel es caro y no hay más remedio. Entonces, me dije: tengo que hacer algo. Decidí escribir un libro, un libro-reportaje sobre lo que había visto en Sarajevo. Así escribí Bienvenidos al infierno, un libro que salió en una editorial pequeñita, apenas se tiraron ejemplares, y apenas se vieron en ninguna parte.
En las cien páginas de Bienvenidos al infierno narraba toda la experiencia de lo que había vivido en Sarajevo. Pero tampoco que quedé a gusto. Seguía diciéndome: si es que no lo he contado todo.
Esas dos grandes ideas, esas dos ideas que había vivido y os he resumido: el horror de lo que significa una guerra, de la pérdida de todo lo civilizado, más esa especie de esperanza y de llama que no se apaga nunca, de la condición humana, que es lo mejor que tenemos. No había reflejado todo eso, y entendí que debía escribir una novela.
Me di cuenta de que tenía que hacerlo. ¿Por qué una novela? Porque era necesario que me imaginase unos personajes que reflejasen, como personajes literarios, todo lo que yo había visto en esos personajes reales. También, que imaginasen, dentro de la realidad que era el entorno de Sarajevo, situaciones y escenas concretas, que sirvieran como paradigma de lo que yo había vivido, que explicasen al lector, no con teorías, sino a través de la ficción y de la historia de los personajes, esas dos cosas: lo que se rompe de sociedad civilizada en una guerra y lo que los seres humanos son capaces de construir, en base al amor.
Creé unos personajes que me servirían para narrar esa historia: un personaje femenino, médico de Sarajevo, que debía reflejar esa resistencia por medio del amor y de la dignidad ante la peor situación que puede vivirse. Y por otro lado, un periodista descarnado, un poco escéptico, que representaría esa condición humana, esa condición que tenemos todavía de ser capaces de levantar, desde nosotros mismos, un halo de esperanza.
Hice la novela pensando además --y me di cuenta, y así lo escribí en el prólogo—que muchas veces la ficción, la novela, es la mejor vía para aproximarse a la verdad. Es la mejor manera de contar algo que es verdadero y que, sin embargo, si lo cuentas con datos reales, periodísticos, de libro de viajes, o de libro de crónicas, no te aproximas tanto, porque no vas a la hondura de las cosas. Es ahí donde yo creo que los personajes literarios engrandecen las historias. El personaje literario significa algo para nosotros. Nos está contando algo importante sobre nosotros mismos.
Salió la novela y tuve mucha suerte. Gané dinero con ella, para seguir viajando, evidentemente. Pero, sobre todo, me sirvió para dejar reflejado algo que creo que es muy importante, que son los valores ciudadanos, los valores éticos, sobre los que vosotros estáis reflexionando en esta Escuela de Ciudadanos.
A partir de ahí, he tenido esta misma sensación con otros libros que he escrito. Os cuento, por ejemplo, dos ya hechos. A mí me gusta contar historias que te hagan reflexionar.
Recuerdo cuando viajé, para documentar mi libro Vagabundo en África, por bastantes países africanos. Para llegar al Congo, pasé por Ruanda. Era en 1997. Ruanda había vivido en tres años antes, en 1994, las trágicas matanzas de tutsis a manos de los hutus. No se sabe todavía si murieron 200.000 o un millón de personas, sobre todo a machete.
En Ruanda quise conocer alguno de los escenarios de aquella matanza. A unos 40 kilómetros de la capital, Kigali, estaba la iglesia de Nyamata. Es una iglesia católica, de adobe y de ladrillo, que casi no se usa ya como iglesia porque la han convertido en una especie de monumento, de recordatorio de aquel holocausto. En esa iglesia se refugiaron unos cientos de tutsis, que buscaban la protección de la iglesia católica. Cuando llegaron las bandas de hutus, armadas de machetes, los curas católicos, que eran italianos, escaparon y dejaron solos a los tutsis. Entraron los hutus y mataron absolutamente a todos menos a una persona. Asesinaron a machetazos a niños, mujeres, ancianos. A cientos de ellos. Una vez terminada la guerra, ¿qué hicieron los ganadores, los hutus, con la iglesia? La dejaron tal cual, como un museo del holocausto.
En el exterior de la iglesia hay unas estanterías llenas de calaveras, como hemos visto tantas veces en Camboya. En las calaveras pueden verse los golpes de los machetes. Es terrible. Dentro de la iglesia dejaron los cuerpos esparcidos, tal como habían quedado tras la masacre. Los cuerpos, con el paso de los años, ya no están: lo que se ven son las ropas, hechas jirones, y muchos huesos, muchos de ellos destruidos. Están los reclinatorios, y los devocionarios, algunos cacillos, algunos muñecos de los niños.
Entré en la iglesia. Me costaba mucho trabajo, pero me dije tengo que entrar para contarlo, tengo que contarlo. Vas andando y pisando huesos, que van sonando debajo de ti. Había un olor a cuero seco. Andaban por allí lagartijas. En lo que en su día fue el altar, había tres o cuatro calaveras. Era un escenario absolutamente desolador.
Cuando salí, vi a una mujer. Le pregunté si era la guardesa y me contestó que si.
¿Estaba usted aquí cuando la masacre?
- Si, soy la única superviviente.
- Y ¿cómo fue?
- Murieron todos mis hermanos, mis padres, mis hijos y mi marido.
Me dijo que tenía seis hijos. Ella había quedado oculta bajo los cadáveres. “No me mataron porque pensaban que ya estaba muerta”. Me quedé impresionado, pensando cómo se sentiría esta mujer, con todo ese terrible recuerdo, cómo podía seguir viva. Antes de que le preguntara, ella me dijo:
Mire usted, sigo viva porque tenía otro hijo. Lo tenía dentro. Me quedé aquí para alumbrar ese hijo, para que mi hijo siguiera vivo.
¿Y por qué vivir aquí?, le pregunté. ¿No le produce terror? Me contestó:
No tengo con qué ganarme la vida, no estudié, no sé leer ni escribir. La única manera en que puedo ganarme la vida es estar aquí de guardesa y así mi hijo puede comer con el dinero que me dan en propinas.
Era una situación de supervivencia terrible, en un escenario terrible. Imagínense a esa mujer que lo había perdido todo y que permanecía en el lugar donde había matado a toda su familia. Lo curioso del asunto, que a mí desde luego no me pareció indigno, ni mucho menos, sino todo lo contrario, es que cuando le pregunté si le podía hacer una foto, ella me contestó que esperara un momento para arreglarse el pelo.
Me llenó de ternura el corazón. Me dije hasta qué punto esta mujer quiere salir dignamente en una foto, hasta qué punto dentro del drama que ha sido su vida, esta mujer me está enseñando hasta donde llega la dignidad humana.
Era otro ejemplo más de dignidad, en una persona iletrada y en un pueblo perdido del continente negro. Una mujer que no sabía nada de nada, que era muy pobre, sin educación, ni cultura, pero que sin embargo tenía esa dignidad interna que es consustancial a la naturaleza humana, a alguna gente de la naturaleza humana.
Muchas veces pienso que aquella mujer era más elegante que muchos banqueros que salen en las fotos de las revistas del corazón y luego se funden nuestro dinero.
Otro caso que recuerdo con un enorme cariño tuvo lugar en Congo. Recorría el río Congo, en un barco, cuando tuve una peripecia tremenda. Me hice amigo en el barco de un tipo de mi edad más o menos, que se llamaba Zelestín. Hablaba francés muy bien y viajaba al norte del país, donde había conseguido un trabajo. Era perito agrónomo. Había estudiado en Bélgica, cuando el Congo era aún una de sus colonias. El trabajo que le habían ofrecido estaba a mil kilómetros de su casa. Llevaba una brújula y todo el día la mirábamos en el barco, calculábamos los kilómetros que nos faltaban para llegar a puerto. Fue un viaje muy bonito y muy terrible también. Casi me cuesta la vida.
Le comentaba a Zelestin si no se iba a trabajar a un lugar muy alejado de su familia. Él me decía que sí, pero que había estudiado perito agrónomo en Bélgica, regresó a sus país, en la época de Mubutu (1) y nunca pudo ejercer su carrera. “Tuve que trabajar como obrero de la construcción, en un sitio en el que me pagaban muy poco. Todos los días tenía que andar dos horas desde mi casa al trabajo, y otras dos de regreso”.
Por ello, Zelestin estaba contento, porque, me decía, “es la primera vez en mi vida que he encontrado un trabajo que se corresponde con lo que he estudiado”. Me aseguraba que lo peor que le puede pasar a uno es no poder trabajar en aquello para lo que te has preparado toda tu vida.
Era 1997 y aquel hombre tendría entonces la misma edad que yo, unos 52 años. Miraba con cara de niño feliz, repitiendo que por primera vez en su vida podía trabajar en aquello para lo que había estudiado de joven. Esa ilusión que había en esa cara era la ilusión de la fuerza, la misma que había visto aquel matrimonio de Sarajevo o en la guardesa de Ruanda. Esa fuerza que hacía sentirme realmente bien conmigo mismo como ser humano. Que me hacía sentirme orgulloso de mi condición humana.
Como estos ejemplos podría contar muchísimos más. Para terminar, añadiría que en todos los viajes que he hecho he aprendido muchas cosas sobre lo que son los derechos cívicos. He aprendido que los humanos somos todos iguales. No somos diferentes en función de nuestra cultura, de nuestra lengua, de nuestra religión, del color de la piel, no.
Somos los mismos y sólo nos diferencian unas pocas cosas, que no tienen arreglo. Pero la gran diferencia es la que hay entre ricos y pobres. Y esa si tiene arreglo. Se sabe que hay medios suficientes en la Tierra para que acabe la pobreza. Pero hay exceso de avaricia, y por ello la solución no es tan fácil.
Para terminar, diría que he aprendido a lo largo de mi vida que las diferencias entre los seres humanos son muy pocas y que desde luego no dependen de las razas, ni del color, ni de la lengua, ni de la religión. Que los problemas de los seres humanos son los mismos en todas partes: el hambre, la muerte, el dolor, la enfermedad. Y que también las alegrías son las mismas: la amistad, el amor, la comunicación, la solidaridad.
Somos todos muy parecidos, en definitiva, los científicos ya lo han dicho: hay una sola raza. Independientemente de que haya multietnias, somos una sola raza. No se puede decir la raza negra, la raza india, la raza amarilla o la raza china. Somos una. Esas clasificaciones de razas ya no sirven, y además es un lenguaje políticamente incorrecto.
Esto es todo lo que quería contaros como ejemplo de la vida de un viajero-escritor y de las cosas más sustanciales que he aprendido andando por el mundo.
A efectos ejemplificadores, quizá pueda ilustraros en esta estupenda iniciativa de hacer una Escuela de Ciudadanía, en un pueblo como Manzanares.
Así que, enhorabuena por la iniciativa y gracias a todos por escucharme.
Notas a pie de página:
(1). Mobutu Sese Seko fue presidente de la república del Zaire (actual República Democrática del Congo) entre 1965 y 1997).
En el camino
Manzanares, 8 de mayo de 2009
Por Román Orozco.
Termina el curso. Este particular curso escolar en el que hemos intentando transmitir valores cívicos y de compromiso en un mundo que se está alejando de ellos y así nos va.
La crisis económica está arrasando muchas esperanzas y, como siempre, golpeando con mayor dureza a los más débiles.
Se arrojan ingentes cantidades de dinero en mano de los financieros y altos ejecutivos de la banca, causantes primeros de esta crisis, mientras alguna derecha retrógrada pretende restringir los derechos conquistados por la clase trabajadora a lo largo de décadas: quieren reducir sus salarios, las prestaciones por desempleo, o la indemnización por despido…
Nuestro invitado de hoy, Javier Reverte, sabe mucho de esa sufriente clase trabajadora.
Porque, si tuviera que resumir en un titular la vida y obra de Javier, sería éste: busca la verdad entre los más humildes, lejos de los palacios y los salones.
Hay básicamente dos tipos de periodistas: los que cuando llegan a un lugar localizan las fuentes del poder y la riqueza y beben de ellos, y los que acuden a plazas, barrios y tabernas y se mezclan con los más humildes. Algunas veces, poniendo en riesgo su propia vida, como cuando recorrió el Amazonas para escribir El río de la desolación y cayó gravemente enfermo de malaria.
Javier, como nuestro común amigo Manuel Leguineche, o el polaco Ryszard Kapuscinski, es de los segundos. Por eso, sus escritos están llenos de humanidad, son tan cercanos, nos estremecen. Son verdaderos.
Javier comenzó como periodista hace ya muchos años. Ha sido corresponsal en París, Londres, Lisboa y enviado especial a países de los cinco continentes.
Ha cubierto varios conflictos bélicos, pero no es un reportero sediento de sangre y balas. Al contrario, las guerras no le gustan. Cuando ha tenido que informar sobre una, Javier se ha centrado en el drama que viven quienes la sufren, los que pierden sus vidas, sus hogares, sus hijos. Un buen ejemplo es el libro-reportaje Bienvenidos al infierno, sobre el sitio de Sarajevo y su hermosa novela La noche detenida.
Javier no es de los periodistas que se quedan acodados en la barra del bar del hotel. Le gusta la calle y allí encuentra el material que le servirá para realizar proyectos más ambiciosos que la perecedera crónica periodística.
Así fueron naciendo sus libros. Su primera y temprana obra, La aventura de Ulises (1972), señalaba ya su pasión viajera. Le siguieron novelas y poemarios hasta que en 1998 apareció El sueño de África. Su amor por el continente africano se reflejó en otros dos libros, Vagabundo en África y Los caminos perdidos de África. En ambos, Javier combina magistralmente el viaje y la historia, contada por los hombres sencillos que va encontrando en el camino.
El éxito fue inmediato y gracias a ello Javier pudo dedicarse plenamente a lo que más le apasiona: viajar, ver y escribir. Aparecieron nuevos libros de viajes, El Corazón de Ulises y novelas apasionantes, como la ya citada La noche detenida (Premio de Novela Ciudad de Torrevieja), El médico de Ifni y Venga a nosotros tu reino. Se reeditaron viejas obras, como su Trilogía Centroamericana y reunió sus poemas en Trazas de Polizón.
Pero el éxito no cambió al reportero incansable que siguió con el macuto a cuestas recorriendo mundo. En el camino, siempre.
13 jul 2011
Cartel de Luis García Montero
La poesía
La poesía.
(Vidas particulares en un espacio público)
Manzanares, 13 de marzo de 2009
Por Luis García Montero
Estoy encantado de estar aquí, en esta Escuela de Ciudadanos. Me parece una buena idea, porque es la invitación a que reflexionemos sobre la ética, sobre el compromiso ciudadano, desde nuestro propio trabajo. Pienso que la forma más inmediata y más importante de socialización es nuestro trabajo, nuestro oficio. El oficio es una forma de ética.
Ser buen periodista, buen médico, buen juez, buen escritor, tomarse en serio el propio trabajo es la primera responsabilidad ética. En ese sentido, reflexionar sobre el propio trabajo nos lleva, inevitablemente, a reflexionar sobre la ética.
Les voy a contar cuáles son las preocupaciones éticas que tengo cuando leo y escribo poesía. Cuando me dedico a explicar poesía y a escribir poesía.
Son consideraciones propias de la recapitulación, de la meditación a lo largo de una vida dedicada a la poesía. Si a mí me preguntan por qué escribes, quizás no respondería con muchos de los argumentos que voy a desarrollar aquí esta tarde.
Escribo porque me gusta vivir. Escribo porque mi padre tenía la costumbre de leer en alto sus poemas preferidos, que fueron para mí mis novelas de aventuras. Román citaba La canción del pirata, de Espronceda y mi padre recitaba La canción del pirata, recitaba las leyendas de Zorrilla, los poemas de Campoamor, los romances históricos del Duque de Rivas. Una poesía que hoy no es la más cercana a mis gustos, pero tuvo en mi formación mucha importancia, porque me contagió el veneno de la poesía y a partir de ahí pasé de lector apasionado a intentar escribir, para emular a los que habían hecho por delante un trabajo poético.
O sea, que yo me dedico a la poesía porque me gusta y he hecho una carrera, una tesis doctoral, una oposición de titularidad y una oposición de cátedra para que me pagaran por no trabajar, es decir por hacer aquello que me gustaba realmente, que era leer y explicar los libros que había leído. En ese sentido, para mí la literatura ha sido una pasión personal y por eso, también, la he involucrado con mi ética de manera apasionada.
Si yo tuviera que resumir cuál es para mí el significado de la poesía en una sociedad como la que vivimos, diría en primer lugar que la poesía es una reivindicación de la conciencia individual. En una época que tiene poderosos mecanismos de liquidación de las conciencias individuales, vivimos en una sociedad que tiene mecanismos fuertes para crear corrientes de opinión para controlar las conciencias, para homologar los pensamientos, para imponer pensamientos únicos.
Pues bien, para mí la poesía y el poeta que busca el matiz, que está un día buscando un adjetivo preciso, que quiere buscar su mirada personal sobre las cosas, reivindica al ser humano, a cualquier ser humano, que quiere ser dueño de su propia conciencia, de su propia mirada. Esto me parece muy importante en una época de homologaciones y liquidación de conciencias individuales.
Aparte de eso, la poesía tiene otro valor simbólico y, al hablar de la poesía estoy hablando de las humanidades en general, de la literatura en general y, también, del ser humano en general. No me gusta hablar del poeta en cuanto a un ser aparte de la sociedad, sino en cuanto a alguien que puede simbolizar algo que pertenece al patrimonio de los seres humanos, de cualquier ser humano. Pues además de ser una reivindicación de la conciencia individual, me parece que la poesía es también un esfuerzo de diálogo con el otro. Porque uno tiene un sentimiento y lo ordena en un poema, lo convierte en palabra y lo da a leer para dialogar con el otro.
Eso es importante también porque vivimos épocas en las que cuando se utiliza la palabra individualidad, en seguida se identifica con egoísmo, con posesión. El sujeto posesivo, el sujeto egoísta, el sujeto llamado a competir en nombre de su individualidad. La reivindicación de la individualidad que hace el poeta supone el extremo contrario, porque se trata de una reivindicación de la conciencia individual que permita dialogar con el otro, para establecer un diálogo de matices, de opiniones, de entendimiento.
Reivindicar la individualidad es reivindicar la libertad, y la libertad solidaria es no convertir la libertad en un campo de egoísmos y de competiciones, sino en un campo de ilusiones sociales. Eso es bueno en nuestra época: ser capaces de reivindicar la libertad, pero como un proyecto colectivo, no como un proyecto de competencias individuales.
Por todo esto, yo entiendo el poema como un espacio público. El texto es un espacio público en el que dialoga dos conciencias: la conciencia del autor y la conciencia del lector. El autor es el encargado de establecer la cita. Para que ocurra una cita siempre hay que poner una hora y un lugar. Escribir un poema, pensar en los recursos poéticos, en el lenguaje, encontrar las palabras es pensar en la hora y el lugar con los que se cita al lector. Pero el lector, después, acude con su propia mirada, con su propia experiencia, con sus propios sentimientos y en el texto descubre su propio rostro.
En ese sentido, para que se produzca el hecho literario, el poema debe ser un espacio público en el que puedan dialogar dos conciencias: la del autor y la del lector.
Sin lector no existe el hecho literario y, sin espacio público, sin poema concebido como espacio público, tampoco puede existir el hecho literario.
La poesía, la literatura, la lectura en general, convierten a los libros en un espacio público, y en un ejercicio de conocimiento. Cuando alguien escribe pensando en dialogar con el otro, está obligado a ordenar sus sentimientos, a ponerse en la posición del otro, a pensar en lo que significa el otro y, se conoce a sí mismo pensando en el otro. Y cuando el lector acude al autor, acude también a otro para descubrir sus propios sentimientos. En ese sentido, me parece que la literatura y la lectura siguen manteniendo unos componentes de rebeldía muy fuertes, más allá del puro contenido político que puedan tener los libros.
Porque verdaderamente rebelde en esta época es pedir tiempo para establecer un diálogo de conciencia a conciencia en un espacio público. Vivimos en épocas donde hay mucho interés para liquidar las conciencias y para liquidar los espacios públicos. Y en ese sentido, el valor simbólico que yo le doy a la literatura tiene una dimensión ética inmediata.
Decía que el poeta representa muchas veces al ser humano, al ser humano que, por ejemplo, quiere hacerse dueño de sus propias opiniones. A mí me gusta mucho repetir una reflexión de don Antonio Machado, en su libro Juan de Mairena, hablando de la libertad. Machado, con mucha inteligencia, escribió en 1935: “La verdadera libertad no es poder decir lo que pensamos, sino poder pensar lo que decimos”.
Me parece un matiz muy importante. Los que hemos tenido la desgracia de vivir en épocas de dictadura, sabemos lo importante que es poder decir lo que pensamos. Pero ahí no se agota la libertad. La verdadera libertad, decía Machado, es poder pensar lo que decimos. En estas democracias en las que estamos viviendo, con esos aparatos de control de las opiniones y el pensamiento, no estoy muy seguro de que podamos pensar realmente lo que decimos.
Porque muchas veces nuestro pensamiento se funda en la creación de realidades virtuales, que más que iluminar la realidad vienen a ocultarla, a sustituirla, a desplazarla, y muchos de los argumentos que se utilizan, por ejemplo, para justificar una guerra, para justificar un bombardeo, para que un país vaya detrás de un presidente dispuesto a cometer genocidio, surgen porque la gente puede decir lo que piensa, pero no puede pensar lo que dice, por la liquidación de la conciencia y por la creación de realidades virtuales.
Pues bien, creo que el poeta que, como digo, se pasa una tarde entera buscando un adjetivo, representa a cualquier ser humano que quiera hacerse dueño de sus propias opiniones.
A veces, se confunde sinceridad con espontaneidad, y no es verdad. Estamos acostumbrados, ahora, a ver en las televisiones, a escuchar en la radio, que se para al ciudadano en la calle y se le pregunta: ¿qué piensa usted del alcalde?, del alcalde o del presidente del Gobierno. El ciudadano responde lo primero que se le ocurre, es una encuesta callejera.
Cuando se comparan las respuestas, uno advierte enseguida que el 90 por ciento van en la misma línea. ¿Por qué? Porque cuando decimos lo primero que se nos ocurre, lo que hacemos es repetir lo que antes hemos interiorizado, lo que flotaba en el ambiente. Y existen poderosísimos medios para crear corrientes de opinión. Repetimos como loros lo que hemos interiorizado, creyendo que somos sinceros.
Hay una segunda posibilidad, la de pensar las cosas dos veces y, entonces, no decimos lo primero que se nos ocurre, solemos decir aquello que nos conviene para quedar bien.
Yo, que tengo compromisos políticos, cuando he tenido que participar en una campaña electoral, cuando voy a un mitin, ¿qué hago?, pues decir aquello que me conviene para pedir el voto a la gente a la que le estoy hablando. Uno cae simpático, uno quiere caer simpático. Hay muchos individuos que lo que quieren es caer simpáticos, entonces piensan las cosas dos veces, y no dicen lo primero que se les ocurre, sino aquello que les conviene para caer bien. Por donde sopla el viento, pues ahí pongo mi vela.
Hay una tercera posibilidad, pensar las cosas tres veces, no decir lo primero que se te ocurre, no decir aquello que te conviene para caer simpático, sino aquello que te exige tu conciencia después de haber meditado tus palabras.
Creo que el poeta que se pasa una tarde buscando un adjetivo representa al ser humano, representa al político, representa a cualquier profesional que no dice aquello que se le ocurre por primera vez, no repite como un loro lo que flota en el ambiente, no dice aquello que le conviene para caer simpático, sino aquello que le exige su conciencia. Eso es ser dueño de la propia opinión.
A veces nos hace falta el ejercicio de levantar la mano para parar el tiempo y decir: me voy a dedicar a pensar sobre las cosas importantes, para dialogar y para hacerme dueño de mis propias opiniones. Y en ese sentido, la poesía exige un esfuerzo, porque es un esfuerzo de lentitud, de meditación, de buscar el matiz. Pero es que cuando hablamos de ideas, de ideologías, de fundamentos de la vida, los dogmas son la prisa de las ideas. Es el querer ser tajantes, el ser incapaces de ponernos en el lugar del otro, afirmar o negar, a veces en titulares rotundos.
Matizar, ser lento para hacerte dueño de tus propias opiniones, es también saberte poner en el lugar del otro, en el diálogo. Y en ese sentido, cuando afirmas algo, debes ser consciente de los problemas que tiene tu afirmación, y cuando niegas algo, debes ser consciente de lo bueno que estás dejando en la sombra. Al fin y al cabo, responsabilizarse es tomar decisiones, pero conviene tomarlas con meditación, siendo dueño de nuestra propia decisión. Muchas veces uno niega algo, pero sabe que habría algo bueno en lo que está negando; lo que pasa es que pesa más lo que te parece negativo o sabes que defiendes algo, pero que puede haber cosas negativas en lo que defiendes. Pesa más la ilusión de lo positivo.
Bueno, pero esa capacidad de matiz está estrechamente relacionada con el tiempo y con el idioma, con el diálogo.
Tengo la costumbre de salir al campo con mi padre, que es una persona que sabe de campo y me doy cuenta que, cuando miro al cielo y veo volando alto un pájaro, digo ahí va un pájaro, porque si va muy alto no sé distinguir entre una alondra y una calandria, o entre una paloma y una perdiz. Cuando digo pájaro estoy entorpeciendo y empobreciendo tanto la realidad, que estoy perdiendo todos los matices de esa realidad. El que sabe, porque es dueño de su mirada, porque es dueño del lenguaje, mira y dice: por ahí va volando una perdiz o por ahí va volando una paloma. En nuestros sentimientos y en nuestras ideas también hay muchas palomas y muchos halcones y muchas águilas y muchas perdices, y conviene tomarnos en serio los matices del lenguaje para llegar a entendernos.
Eso es lo que ofrece para mí la poesía, y por eso la defiendo como un espacio público, donde dos conciencias, en el ejercicio del matiz, reivindican su individualidad, su mirada, su vocabulario, pero no desde el egoísmo, sino desde la voluntad de ponerse en el lugar del otro y de entrar en diálogo con el otro. Por eso, soy partidario de escribir una poesía que más que romper el idioma, lo utiliza como un espacio público de todos, que permita el diálogo. Y por eso cuando perfilo mi personaje poético, más que presentarme como un raro, un hijo de los dioses, un loco, un alunado, me presento como un ciudadano, como un hijo de vecino, como un individuo más que utiliza, de la manera más rigurosa que sabe, un lenguaje que es de todos.
Ése es para mí el sentido de la poesía, y para ilustrarlo voy a leer un poema, para explicar cómo leo poesía, y leeré otro poema para explicar cómo escribo poesía.
Porque decir que un texto es un espacio público significa reconocer que un texto es un conjunto de estrategias que permitan entrar en diálogo al autor y al lector.
Por ello, primero voy a explicar cómo leo yo un poema y después explicaré cómo escribo un poema desde esta preocupación del diálogo.
Voy a leer un poema de Federico García Lorca que se titula La aurora de Nueva York. Es un poema de un libro surrealista, de un libro escrito en tonos irracionales. Verán ustedes que parece una metralleta de metáforas sin sentido alguno, simplemente que contagia un estado de ánimo. Lo que quiero explicarles es que bajo ese aparente irracionalismo hay una estrategia calculada para dialogar con el lector, para citarlo, para decirle en esta hora y en este lugar nos vamos a ver.
La hora y el lugar era en Nueva York, en 1929, el año de la gran crisis. García Lorca había llegado a Nueva York cuando el capitalismo se estaba derrumbando, y él supo indagar en esa crisis, y hacer que su crisis personal fuese también la crisis del sujeto de la modernidad, la crisis de la modernidad. Leo el poema:
La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas
La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustias dibujadas.
La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible;
a veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.
Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraísos ni amores deshojados;
saben que van al cieno de números y leyes
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces,
por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.
Como ven, es un poema que no desarrolla minuciosamente un argumento, que contagia un estado de ánimo, a través de una batería de metáforas. Sin embargo, si lo leemos con atención, vemos que hay una estrategia clara de diálogo en Federico García Lorca: contagiar una sensación negativa.
La metrópoli se estaba despeñando, la modernidad se estaba despeñando, y el quería contagiar el sentimiento de pérdida y negatividad. Eso se debe, claro, a la utilización de un lenguaje negativo, al no, al des, al sin, al in; pero se debe a más cosas, se debe a una reflexión moral de García Lorca llevada a las palabras.
García Lorca viajó a Nueva York acompañado por su profesor de Derecho Político, el catedrático Fernando de los Ríos, que después fue diputado socialista por Granada y ministro de Justicia y ministro de Instrucción Pública en la República. Fue el que puso en marcha, de verdad, las Misiones Pedagógicas y él que le encargo a Federico García Lorca que desarrollara su trabajo como director de La Barraca, para que llevara por los pueblos el teatro de los clásicos.
Es ese Fernando de los Ríos, que tuvo luego una famosa intervención en las Cortes republicanas, en donde dijo que “para que el ser humano sea libre, debemos aprisionar a la economía”. Pues ese pensador acababa de publicar, en 1929, y Lorca lo acababa de leer, un libro titulado El sentido humanista del socialismo. En él explicaba De los Ríos que la historia de la humanidad era un proceso de emancipación, que el cristianismo había supuesto un proceso de emancipación, porque había igualado a todas las almas, la de los siervos y la de los señores. Más tarde, el Renacimiento había llevado esa emancipación a lo terrenal, el derecho de todos los sujetos a ser libres en la tierra y no esperar a la salvación después de la muerte. Finalmente, el proceso acababa para Fernando de los Ríos en conseguir una igualdad de condiciones económicas que permitiera la igualdad real de los individuos, de los sujetos dueños de su propio destino. En ese sentido, Fernando de los Ríos unía el proceso de emancipación desde la historia cristiana, porque él era a su manera creyente, hacia su socialismo.
Les explico esto porque verán que la estrategia de Lorca era la siguiente: escoger todas las metáforas que en la historia del ser humano han significado emoción, libertad, futuro, confianza en el porvenir, para envenenarlas por dentro, para decir que se están envenenando por dentro. Las va ordenando una a una. Son metáforas que tienen un valor en la tradición cristiana, valor que después ha pasado a la tradición ilustrada, a la tradición de la izquierda.
Empieza con el propio título La aurora de Nueva York y con el primer verso La aurora de Nueva York tiene cuatro columnas de cieno. La aurora es el amanecer, el momento en el que la luz sustituye a la oscuridad; son los maitines, los salmos de maitines, donde la luz sustituye a la oscuridad como la salvación sustituirá al pecado. Pero es también el momento de la luz, de la ilustración, de sustituir con un nuevo mundo, con el mundo que amanece, un mundo de opresión. Amanecer o aurora son de esas palabras que en cuanto te descuidas se acaban en un himno. En la tradición de la prensa anarquista, el título de La Aurora era muy significativo.
Pues bien, la aurora, el amanecer, esa metáfora de futuro, de luz que va a sustituir a la noche, se envenena por dentro. La aurora de Nueva York tiene cuatro columnas de cieno: es muy fácil de ver la imagen plástica de las chimeneas de Nueva York echando humo, doblemente peligroso. Son columnas doblemente peligrosas porque contaminan, son de cieno; pero, además, el humo es una columna muy frágil, se nos va a caer todo encima, se nos va a caer el tinglado.
Y después sigue: “La aurora de Nueva York tiene cuatro columnas de cieno / y un huracán de negras palomas que chapotean las aguas podridas”. La paloma es el símbolo, el espíritu santo de la verdad revelada. En la poesía clásica es el símbolo de la ternura. Después acabará siendo el símbolo de la paz. La paloma blanca de la paz.
Pues bien, esa paloma está siendo sustituida por un huracán agresivo de negras palomas, que chapotean las aguas podridas. No están volando, sino ahogándose, chapoteando en aguas podridas. El agua, otro de los grandes símbolos, es el agua del bautizo, el agua que purifica, pero es también el agua de la vida humana. Nuestras vidas son los ríos, y es el agua de la gran metáfora de El Príncipe de Maquiavelo, el inventor de la política moderna: la historia es un conjunto de accidentes y de inundaciones, pero si el ser humano quiere ser dueño de su propio destino puede elevar diques, cauces que lleven el agua a buen puerto, al sitio donde pueda ser bien utilizada.
La metáfora que había utilizado Maquiavelo para decir que el ser humano era dueño de su propio destino, que no lo heredaba de nada, era la posibilidad de llevar esos ríos que son la vida humana a donde se quisiera. Así, Lorca va, metáfora a metáfora, símbolo por símbolo de la tradición clásica, religiosa, ilustrada, describiendo cómo la humanidad está envenenando por dentro el proyecto de la civilización, el proyecto de la modernidad.
Después, habla de la arquitectura. Para quien conozca la poesía de Lorca, sabrá que la arquitectura fue muy importante para el poeta, en un momento, cubista. La arquitectura era la capacidad de ordenar el espacio, de convertir el caos de la realidad en formas geométricas. Pues aquí aparece una arquitectura que no está a la altura del ser humano, ni de la naturaleza. Son inmensas escaleras, son aristas duras, donde la naturaleza, el nardo, se siente angustiado. La segunda estrofa del poema: La aurora de Nueva York gime por las inmensas escaleras. El artificio geométrico civilizatorio de la arquitectura, se convierte en un gemido, buscando entre las aristas nardos de angustias, la naturaleza, el nardo, la flor está angustiada.
Y sigue: La aurora llega y nadie la recibe en su boca. Imagínense ustedes a Lorca viendo amanecer, el disco del sol, la aurora llega y nadie la recibe en su boca. ¿Qué es lo que se recibe en la boca?, la sagrada forma, lo que se había creído que era una forma buena, la Eucaristía. Pero por mucho que aparezca en el cielo, nadie la recibe en su boca, porque allí no hay mañana, ni esperanza posible. Está diciendo: se nos ha acabado la salvación, se nos ha acabado el mañana.
Después dice: A veces las monedas en enjambres furiosos taladran y devoran abandonados niños.
La otra gran metáfora: el niño. El niño es nuestro futuro ¡Ay, de aquel que pervierta un inocente! O el mundo no nos pertenece, lo tenemos prestado, se lo tenemos que dejar en herencia a nuestros hijos. O qué fue Lázaro de Tormes, lo que había sido, lazarillo. La sociedad moderna se basa en un contrato social que a su vez se basa en un contrato pedagógico. La pedagogía es la clave del pensamiento ilustrado, porque solo individuos educados como ciudadanos pueden firmar el contrato social que equilibre los intereses privados y los intereses públicos.
Pues bien, estos niños también son un símbolo de que nos hemos quedado sin futuro, porque no son proyectos de futuro, sino gente que tiene taladrada, por un enjambre de monedas furiosas. El enjambre de monedas se corresponde al huracán de palomas en la estructura del poema, que va equilibrando sus estrofas.
Sigue Lorca así: Los primeros que salen comprenden con sus huesos / que no habrá paraísos ni amores deshojados, / saben que van al cieno de números y leyes / a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
Los primeros que salen: nos puede estar hablando del Juicio Final, del salgan los muertos de sus tumbas, que van a comprender con sus huesos que ya no hay salvación, no hay paraísos, ni amores deshojados. Da igual la margarita, es decir si-no, si-no, si-no. Nos está diciendo que va a salir no, de todas todas. Saben que van al cieno, a los juegos sin arte, a sudores sin fruto, eso de te ganarás el pan con el sudor de tu frente, del castigo de Dios en el Génesis a Adán por haber pecado, pues ya no tiene sentido, porque en los sudores no van a dar fruto. Y la moral burguesa, moderna del trabajo se reconoce, el que más trabaja es el que más recompensa tiene, el ahorro, al que madruga dios le ayuda, tampoco tiene sentido. Los primeros que salen comprenden que no hay paraíso, van a los sudores sin fruto.
Acaba con la metáfora de la luz, que es la luz de la verdad revelada, y la luz de la Ilustración, de ilustrar el mundo, a través de la razón, para acabar con las supersticiones. La luz, sin embargo, aquí es sepultada por cadenas y ruidos; la música ha sido sustituida por el ruido, la libertad por cadenas en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Este verso me parece fundamental: en impúdico reto de ciencias sin raíces. Porque el proyecto de la modernidad se había basado en la creencia de que el desarrollo científico debe ser correspondido por un desarrollo moral. El avance de la técnica y de la ciencia estaba en el desarrollo moral de la calidad, al servicio de la calidad de vida, de la calidad de la existencia de los seres humanos. Lorca aquí está diciendo que no, que todo esto está mal. Que la embarcación humana va hacia un gran naufragio de sangre, y no se anda por las ramas al decirlo. Dice que la ciencia se ha quedado sin raíces. Y ¿por qué se ha quedado sin raíces? Porque no está al servicio del progreso humano, está, lo dice él claramente, al servicio de un enjambre de monedas furiosas. Está al servicio de un cieno de números y leyes.
En otro poema de Poeta en Nueva York, Lorca dice: debajo de las multiplicaciones, hay una gota de sangre de marinero. En las cuentas, en los recursos del capitalismo especulativo que estaban hundiendo la metrópoli en la crisis de 1929, había gotas de sangre de gente, y eso es lo que estaba taladrando el corazón de los niños, estaba envenenando por dentro nuestro futuro.
En ese sentido, Lorca no se andaba por las ramas, hasta el punto de que viendo los originales de Poeta en Nueva York, este poema titulado La aurora, de pronto me di cuenta de que había tenido un primer título: Uno de mayo. Era el primer título de este poema. Lorca era muy consciente de lo que significaba el 1 de mayo, era muy consciente de lo que significaba un mundo que estaba envenenando por dentro sus promesas de futuro, no ya porque se estuviera quedando sin pasado, sino porque se estaba quedando sin futuro, por someter la luz, la infancia, la aurora, el amanecer, la racionalidad a un enjambre de monedas furiosas.
Reivindicar la poesía es intentar también devolverle la luz, la música, quitarle las cadenas, que sea un reto de ciencia, pero con raíces.
Como ven, Lorca en medio de lo que parece irracional, ha utilizado una estrategia para dialogar con los sentimientos de sus lectores.
Los sentimientos que nos producen están calculados en una cita, para que acudamos a su texto, que aunque parezca irracional, es un texto público. Lorca decía en sus declaraciones que los poemas de Poeta en Nueva York convenía leerlos dos veces para comprenderlos bien. Vamos a hacerle caso, vamos a leerlo otra vez y ver si ahora les conmueve el poema después de la explicación.
La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas
La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustias dibujadas.
La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible;
a veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.
Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraísos ni amores deshojados;
saben que van al cieno de números y leyes
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces,
por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.
Muchas veces, cuando uno va por la ciudad con los ojos abiertos, descubre escenas de la realidad, que interpretadas nos pueden hacer conocer mejor el mundo en que vivimos.
Iba un día muy de mañana sentado en un autobús. Había pasado la noche con una amiga. Ella tenía que trabajar a primera hora. Me había levantado con resaca, y la iba acompañando al trabajo en el autobús.
El autobús se acercó a una parada, que estaba llena de mujeres. Sobre todo de mujeres que acudían al trabajo. Cuando subieron al autobús, dejaron al descubierto la marquesina en la que había una campaña publicitaria de ropa interior. No sé si se acuerdan de una campaña que hizo Maribel Verdú hace unos años, anunciando braguitas y sujetadores, y que estaba maravillosa.
A mi me emocionó la escena, porque había una tensión entre la experiencia de carne y hueso, la experiencia de la realidad y de la historia, la experiencia de las mujeres que se levantaban para trabajar sin más tiempo que darse una ducha y pegarse un alisón en el pelo, frente a la mujer de la publicidad, a la realidad virtual, a la mujer que no existe en la realidad. Un modelo que se pasa la vida cuidándose, y después se arregla en el photoshop hasta quedar como modelo de perfección.
El peligro de que esas realidades virtuales sustituyan a la experiencia de carne y hueso es el peligro de convertirnos a todos en un videojuego, de convertirnos a todos en la insatisfacción pura.
El intentar vivir de acuerdo con lo que nos vende la publicidad, y no con nuestro propio cuerpo, con nuestra propia historia, nuestra propia experiencia de carne y hueso.
A mí, la escena me emocionó, y me emocionó también por otra cosa, porque la gente que hemos luchado por la libertad, en el tiempo que nos ha tocado, en la generación que nos ha tocado, mi generación, por ejemplo, y más desde la poesía, una de las grandes banderas fue la lucha por la libertad, no sólo política, sino por la libertad sexual, por la libertad de las costumbres.
Esa ha sido una de las grandes tareas de la poesía contemporánea.
Luis García Montero, con la periodista María Ávila
|
Desde entonces, para los poetas la indagación en la transformación de los sentimientos ha sido también un compromiso histórico. Porque los sentimientos son tan históricos como las constituciones o las batallas. Tenemos unas maneras de amarnos, que van cambiando con la historia. Depende de nuestra educación sentimental. Afortunadamente, las relaciones, por ejemplo, de pareja que hay ahora no son las mismas que había en la época de mi abuela o mi bisabuela. Esa preocupación por las políticas de igualdad y de la intimidad y de las libertades individuales, que poco a poco está enriqueciendo la realidad, está enriqueciendo la política, ha sido una de las preocupaciones de la poesía que ha intentado transformar, emancipar los sentimientos.
Pues bueno, alguien que ha luchado por la libertad sexual, por ejemplo, se encuentra de bruces en la época que yo estaba escribiendo el libro Habitaciones separadas con la telebasura. Y se encuentra con que aparecen honradísimas amas de casa explicando en programas de televisión cómo les gusta hacer el amor con sus maridos, y cómo al marido le gusta tumbarse con ella encima de la mesa de la cocina o a un niñato explicando que se ha acostado con tal niñata. Es una forma de liquidar los espacios públicos, porque cuando llevamos la basura privada a lo público, estamos convirtiendo la plaza en un vertedero.
Con Beatriz Moreno, Diana Abad, Pilar Romero y Román Orozco
|
Bueno, con todo eso, escribí un poema que se titula Mujeres. Y leyendo el poema acabo.
Mañana de suburbio
y el autobús se acerca a la parada.
Hace frío en la calle, suavemente,
casi de despertar en primavera,
de ciudad que no ha entrado
todavía en calor.
Desde mi asiento veo a las mujeres,
con los ojos de sueño y las ropas sin brillo,
en busca de su horario de trabajo.
Suben y van dejando al descubierto,
en los cristales de la marquesina,
un anuncio de cuerpos escogidos
y de ropa interior.
Las muchachas nos miran a los ojos
desde el reino perfecto de su fotografía,
sin horarios, sin prisa,
obscenas como un sueño bronceado.
Yo me bajo en la próxima, murmuras.
Me conmueve el recuerdo
de tu piel blanca y triste
y la hermandad humilde de tu noche,
la mano que dejaste
olvidada en mi mano,
al venir de la ducha,
hace sólo un momento,
mientras yo me negaba a levantarme.
Que tengas un buen día,
que la suerte te busque
en tu casa pequeña y ordenada,
que la vida nos trate dignamente.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)