Manzanares, 9 de abril de 2010
Por Soledad Puértolas
Buenas noches. Tengo que agradecer muchísimo el estar aquí. En estos momentos, estoy preparando un discurso sobre los personajes del Quijote y sale La Mancha, claro. Por ello, estar aquí me parece mágico. También deseo agradecer muchísimo a Román Orozco su invitación.
Efectivamente, como ha dicho Román, nos cogió la marea del franquismo y nos cambió la vida y somos personas marcadas, ¿no?, por aquella lucha estudiantil en la que decidimos intervenir.
En efecto, eso me enseñó mucho.
Yo tenía vocación literaria desde entonces. Tenía vocación literaria a pesar del desánimo que me pudo haber proporcionado la opinión del famoso e ignoto y desconocido para ustedes editor que me dijo semejante barbaridad. Porque no es que no fuera adecuado decir cosas así, es que a nadie se le puede decir eso. Porque todo el mundo tiene mucho que decir. Lo difícil es expresarlo. A lo mejor no todo el mundo puede expresarlo, pero todo el mundo tiene mucho que decir.
Aquella anécdota me hizo reflexionar acerca del gran malentendido que hay a veces en la vida. ¿Cómo que no tenemos nada que decir? Todas nuestras vidas son muy interesantes. No hay vida que no sea interesante. Aquello me chocó mucho y me empujó a seguir batallando y a seguir escribiendo. Porque el tipo de rebeldía que creo que tengo, que cada cual tiene, y los caminos de la vida, que nos llevan por aquí y por allá, es muy intenso. Debemos reivindicar lo que es y significa la persona, todas las personas.
Todos tenemos muchas cosas que decir, no hay nadie normal, todos somos extraordinarios. Eso es lo que me hace escribir, lo que me hace seguir batallando. Me ha dado muchísima fe.
Efectivamente, me he ido dedicando cada vez más a la literatura y por tanto apartándome de la vida pública, del mundo de la opinión, aunque ahora explicaré un poco cómo son mis opiniones en la medida en que yo intervengo en esta sociedad. Porque cada uno está dotado para algo. Creo que es así y valoro mucho las personas que luchan de una forma pública por lo que creen.
Pero de alguna manera pienso que las personas como yo también somos necesarias. ¿Por qué no reivindicamos lo que cada uno es? Con nuestras dudas y sobre todo con esa parte poética de la vida que nos acompaña. Porque si no recordamos la parte poética de la vida, ¿para qué la lucha? O sea, vale, de acuerdo: tenemos que luchar por muchas cosas, hay muchas injusticias, hay mucho camino por recorrer, para construir un mundo más satisfactorio para todos. Pero no olvidemos el impulso que nos eleva por encima de la vida, el impulso poético. Lo tienen todos los pueblos. Todos los pueblos tienen ese impulso artístico y poético. Por ello pienso que alguien lo tiene que recordar esto, ¿no? Bueno, pues a mí me ha tocado hacerlo, y yo, encantada.
Aparte de escribir novelas sobre la vida cotidiana y sobre esos aspectos de la vida cotidiana que se pueden convertir en poéticos, aparte de eso, colaboro en prensa. De vez en cuando, no de una manera muy fija. Esa es una elección que tiene que hacer el escritor. Hay quien decide incidir mucho con sus, tener una especie de tribuna en la cual dirimir y opinar. Esa no es mi vocación. Pero me gusta de vez en cuando aportar un matiz. Algo que, en mi opinión, pasa un poco desapercibido, algo más personal, quizá cuestión de matices, no sé. Escribir sobre algunas cosas que no salen tanto en los periódicos, que se quedan un poco por debajo de lo que es la expresión pública, que están un poco a medio camino entre la novela y la opinión. Ese es el tipo de artículos que yo escribo.
Pensando en esta Escuela de Ciudadanos, me pregunté: ¿qué voy a decirles yo a estas personas, que vienen a debatir cómo somos los ciudadanos, o cómo debemos ser, cómo queremos ser, cuando yo, en definitiva, soy novelista?
Pensé entonces en plantear un poco lo que yo hago cuando me expreso ante el público. Cuando escribo un artículo no lo hago normalmente sobre la actualidad más rabiosa. Para eso hay gente muy entendida. Yo puedo tener mis opiniones sobre esos temas, pero no muy fundamentadas, porque no me dedico a eso. Pero sí tengo impresiones. Todos tenemos impresiones y además debemos tenerlas. Eso es algo a lo que no debemos renunciar nunca, a tener una impresión sobre las cosas. Pero no son los temas de actualidad rabiosa los que a mí me empujan a escribir.
He traído aquí un muestrario de mis artículos y si os parece bien, los leeré. Para que veáis cuales son los matices que yo puedo aportar. Son sobre todo historias muy personales, muy pegadas a la idea de novela.
La cuadratura del círculo
El primer texto, pequeño, que leeré se llama La cuadratura del círculo:
Una persona que ya ha olvidado muchas de las enseñanzas de la escuela y que tiene todas las horas del día ocupadas en trabajar en un lugar o en otro, por lo que no le queda ningún hueco para saciar su curiosidad intelectual, me hace después de largos preámbulos una pregunta: ¿a dónde va el mar cuando baja la marea? Toda esa cantidad de agua que va desapareciendo poco a poco, ¿dónde se mete?, ¿por qué no va a la otra orilla de la ría? En la otra orilla también baja el nivel del mar.
Como nací tierra adentro, y en mi época escolar el mar era para mí un desconocido elemento de la geografía, el fenómeno de las mareas, que nunca entendí del todo, formaba parte del gran misterio del mar, de esa masa de agua que, decían, rodeaba la Tierra, giraba con ella y templaba el calor que manaba de la inagotable bola de fuego que habitaba en sus entrañas.
El agua sale de la ría, contesté a mi interlocutora, va hacia el mar de fuera, el mar que lo envuelve todo, el océano, sale y luego vuelve a entrar dos veces al día. ¿Por qué? Por algo que, según me explicaron, tiene que ver con la luna, con el movimiento de los astros, con las fuerzas que sostienen el Cosmos en el cual, por cierto, añado de mi propia cosecha, predomina lo redondo.
Este juego de fuerzas nos supera, está por encima de nuestras vidas, nos precedió y nos sobrevivirá, somos parte y consecuencia de él. Naturalmente, lo que esta persona me acaba de preguntar se lo han preguntado muchas otras antes que ella, pero una de estas personas más intrigada que ninguna se puso a investigar, y así descubrió que existía una clase de correspondencia entre las variaciones del nivel del mar y los movimientos de la Luna en relación con la Tierra, o de la Tierra en relación con la Luna, según el punto de vista que se adopte.
¿Por qué nos hacemos esta clase de preguntas? ¿Qué pretendemos encontrar? Una explicación, claro está. Nuestra razón nos empuja a buscar causas por todas partes, queremos que las cosas estén relacionadas, eso nos proporciona cierta tranquilidad. No nos gusta permanecer impasibles ante fenómenos que no comprendemos, vemos que en la ría el mar sube de nivel y vuelve a bajar dos veces al día, todos los días. Siempre ha sido así y nos preguntamos por qué, no vemos a nadie, a nada a quien poder atribuir la causa y tirando, tirando del hilo vamos de aquí para allá trazando una explicación del Universo, nos topamos con muchas vallas, con innumerables obstáculos. No alcanzamos esa explicación general, satisfactoria, capaz de resolver todas nuestras dudas.
Nuestra parte racional quiere cuadricularlo todo, pero la cuadratura del círculo, como se sabe, es imposible. Conseguimos pequeñas, parciales explicaciones de un fenómeno o de otro y tampoco deberíamos llamarlas explicaciones, sino aproximaciones, dada la cantidad de variables que siempre se nos escapan, pero la tiranía de la razón nos empuja a seguir. La línea recta y el cuadrado frente a la curva, lo redondo, la esfera.
Los demás
Este otro texto se llama los demás:
Leyendo las memorias del escritor norteamericano James Salter, tituladas Quemar los días, me encuentro con una confesión interesante. Dice: “actué siempre a partir de dos necesidades, la primera era parecerme a todos, y la segunda, era un disparate: ser mejor que los otros; si tenía que ser blanco del desprecio de alguien, que fuese de inferiores”.
Como el mismo Salter apunta, la declaración resulta algo incoherente. Cuando alguien quiere ser igual a otro parecería imposible al mismo tiempo querer ser superior. O se es igual, o se está por debajo o se está por encima. Todo a la vez, o las dos cosas a la vez, no puede ser.
Recuerdo que una de las frases favoritas de las monjas encargadas de mi educación iba precisamente por ahí. Cuando querían zaherir a una alumna, decían: usted se cree superior, y naturalmente el tono en el que pronunciaban muy despacio cada una de las cuatro palabras de la frase revelaba muy a las claras, sin que hiciera falta añadir ni una palabra más, que de eso nada, que la alumna en cuestión no era en absoluto superior a las demás, que era dolorosamente igual a ellas. Y estaba claro que la desdichada alumna, que había sido sorprendida en su fantasía de creerse superior, no quería de ningún modo parecerse a las otras. Pero eso no fue lo primero que pensé, porque, antes de nada, lo que me llamó la atención fue ese parecido con los otros que este escritor percibe y desea.
Los otros, los demás, todos menos yo. Esta ha sido para mí una categoría sumamente perturbadora, la pregunta que nació sin previo aviso de golpe y me sumió en la perplejidad: ¿cómo son los demás? Jamás pensé que serían como yo. Me preguntaba si antes de dormirse se imaginaban cosas, si sufrían, si pensaban en mí o en otras personas del modo en que yo pensaba en ellos o en otras personas. Les miraba tratando de descubrir cómo eran, pero no me daban muchos indicios de que se parecieran a mí. Si fueran como yo, lo sabría, me habría dado cuenta enseguida, pero cómo saber lo que pensaban, lo que sentían, cómo estar segura, incluso, de que pensaran y tuvieran sentimientos o de que esos sentimientos tuvieran algo que ver con los míos.
No solo decían cosas extrañas, sino que muchas veces se comportaban de forma extraña. Si ya por fuera, por lo que expresaban, eran tan distintos, qué abismales podían ser las diferencias internas y no expresadas. Los demás eran un enigma uno a uno y en bloque. Porque esta categoría, los demás, en la que todos quedaban englobados, me parecía muy imprecisa, ya que tampoco los veía iguales unos a otros. En la vivencia de la desigualad, no cabe la comparación. ¿Cómo se nos va a ocurrir pensar que somos superiores o inferiores a los otros, cuando no sabemos cómo son, cuando sospechamos que son muy distintos de nosotros? El creernos diferentes nos sitúa fuera de la competición, en la situación de observadores. De manera que las necesidades del escritor Salter no son tan contradictorias. El deseo de ser superior debe partir de la conciencia de ser como los demás. Solo quien se siente, se sabe dentro del juego, desea pertenecer al grupo de los ganadores, distinguirse del grupo general pero ser reconocido por él.
En el núcleo de todo este asunto está la identidad. Quién se siente parte de algo, ya sea parte igualitaria, superior o incluso inferior, ha conseguido una definición de sí misma, pero quien no sabe cómo son los demás, se mueve un poco a oscuras, imaginando, tropezando, dudando. Es el tiempo lo que viene a ayudar a esta clase de personas y finalmente esta es la ventaja que quizá haga olvidar anteriores zozobras porque el favor del tiempo es un don impagable.
Hábitos
Ahora voy a bajar un poco el nivel, porque estas son reflexiones un poco abstractas. Este otro texto es más concreto. Se llama hábitos.
Es muy arriesgado llegar a conclusiones sobre la personalidad a partir de los hábitos que se tengan. Sin embrago, resulta muy tentador. Tomemos como ejemplo un informe que presentó este verano pasado la Confederación Española de Organizaciones de Amas de Casa, Consumidores y Usuarios (CEACCU) sobre los hábitos alimentarios de los españoles.
Las comunidades de Madrid y de Castilla-La Mancha son las grandes perdedoras. Solo el 1% de la población en un caso, y un 1,5% en el otro, observa hábitos alimentarios adecuados. Galicia está solo un poco más adelante, con el 2,5%. La ganadora es Extremadura, 20,1% de la población tiene buenos hábitos.
¿Qué es lo que entienden los expertos como hábitos adecuados? Estas son las exigencias mínimas de una dieta saludable: tomar a la semana cinco piezas de fruta; dos a más veces, pescado; dos o más veces, legumbres. Estos mínimos, que en principio parecen fáciles de cumplir, se convierten en metas bastante lejanas cuando analizamos los resultados del informe. Añadamos otro dato: el ejercicio físico. Aquí, la perdedora es Galicia: 52,5% de la población no realiza ejercicio físico alguno. El País Vasco tiene el más bajo nivel de sedentarismo, 16%. Sin embrago, Galicia es la comunidad que gana en el no consumo de tabaco, con un porcentaje de no consumidores del 74,5% de la población. Cataluña, en este punto, pierde: son fumadores más del 41% de la población.
Otro asunto: horas de sueño. Gana el País Vasco. Más del 70% de los vascos duerme las ocho horas recomendables. Los gallegos duermen poco, más de la mitad, entre seis y siete horas, además el 72% de la población gallega no hace la siesta nunca. Sin embargo, el 36,8% por ciento de los murcianos la duermen cotidianamente. La media nacional está en estos términos, el 26% de la población española cumple con el rito de la siesta diaria. El 60% no duerme la siesta.
Sirvan estos datos para tratar de esbozar algo así como hábitos regionales o por comunidades. A fin de cuentas aspiramos a entendernos algo más a nosotros mismos y querríamos saber en qué medida estamos en deuda con nuestros ancestros o qué reproches podríamos hacerles.
Tomemos a los gallegos. Leo la noticia en la prensa gallega, y como es lógico se pone el énfasis en esta comunidad: los gallegos no se alimentan adecuadamente, duermen poco, se mueven poco y no fuman. Me pregunto: ¿qué es lo que hacen los gallegos cuando ni comen, ni duermen, ni fuman, ni practican deporte? Trabajan en la tierra, en el mar, contemplan las puestas de sol. He aquí una novela de intriga. La estadística no resuelve los enigmas pero plantea cuestiones.
Hay que poner en relación el tipo de vida, el trabajo, con los hábitos, quizá en este ejercicio sí aprenderíamos algo sobre nosotros mismos. Otro dato este sobre los aragoneses que me incumbe: el 94% de la población evita acudir a la consulta del médico. ¿A alguien se le ocurre por qué? ¿Ocurrió en los orígenes de la historia de Aragón algún hecho que motivara este rechazo, esta desconfianza? Por cierto, los gallegos son cautelosos con los fármacos y siguen las instrucciones de los facultativos al pie de la letra. Otra novela de misterio
El tendero pacificador
Leeré uno más para dar paso al grueso del asunto, que es un homenaje al profesor y queridísimo filósofo José Luis López Aranguren. Pero este texto que leeré ahora es un tema muy querido por mí, y versa sobre los mercados. Se llama “el tendero pacificador”.
“El quesero es un chico joven, serio, muy educado. No solo vende quesos, también tiene jamón, chorizos, membrillo, miel y pan y quizá me deje algo. Siempre hay un grupo de personas delante de su puesto, por lo que hay que pedir el turno, lo que en algunos lugares se llama la vez. En todo caso, eso es lo que tienes que hacer nada más acercarte al puesto, preguntar quién es el último y dejar meridianamente claro que tú vas detrás.
Un matrimonio de cierta edad me lo dijo. Me dijo el hombre que ellos eran los últimos, hasta que había llegó una señora que ya estaba en primera fila. La señaló: esta señora es la última. La miré para confirmar tan importante asunto, pero ella negó con la cabeza: yo, solo quiero que me pese esto, dijo, y le tendió al quesero un trozo de jamón envasado al vacío, me pareció.
La indignación del hombre que me había hablado fue indescriptible. Lanzó contra la señora en cuestión todo tipo de improperios y de pronto se formó una atmósfera muy incómoda. Era evidente que la señora se había colado y que conocía al quesero. Lo había tratado en un tono de familiaridad que no dejaba lugar a dudas. Así que los improperios del hombre abarcaban también, aunque de forma indirecta, al quesero. Pero el quesero no se inmutó. Lo hizo todo muy deprisa, pesó el jamón, cobró a la señora y atendió de forma inmediata al matrimonio, muy serio, sin una sonrisa, sin pronunciar una palabra pacificadora. Mientras escuchaba el pedido del hombre, descorchó una botella de vino, sí también vende vino, y nos ofreció al hombre, a su mujer y a todos los que andábamos por allí unos vasos de vino joven y levemente turbio que calmó fulminantemente los ánimos.
La pareja con los vasos de vino en la mano dejó de protestar y aun hubo otro gesto, este ya definitivo. El quesero, tras guardar en una bolsa los quesos que el hombre se llevaba, ajustó el corcho en la boca de la botella y la metió en la bolsa junto a los quesos: para que la terminen en casa, dijo. Entonces me atendió a mí, aunque otra señora se había puesto a mi lado y ya le estaba pidiendo al quesero un buen queso en tono de gran familiaridad. Pero en esta ocasión el quesero no permitió que la señora se colara.
Visto lo visto, yo no hubiera protestado porque, aunque estas señoras que se cuelan me producen cierta irritación, la actitud del hombre aun me provocó más rechazo. Acusaba a la mujer de falta de educación. Ciertamente era una mujer mal educada, pero sus palabras demostraron que la suya estaba unos peldaños por debajo. Era un hombre de lo más desagradable y fue un placer verlo luego callado, desconcertado e incluso agradeciendo con voz casi temblorosa el regalo del quesero.
Quiero pensar que el quesero respetó mi turno, paralizando la intromisión de la mujer que pedía un buen queso, por algo, porque percibió mi aprobación, mi aplauso”.
Este artículo llegó a manos del quesero y aun voy a verle. Estaba muy orgulloso y me dijo: “le ha clavado, señora le ha clavado”.
Ahora voy a leer un texto en el que expongo mi punto de vista como escritora, de persona preocupada por nuestras relaciones. Sobre cómo nos movemos, cómo nos tratamos unos a otros y lo que pensamos. Creo que ahí hay un hueco, porque, por mucho que estemos preocupados por todo lo que rodea a la política y los escándalos de corrupción, también esto es importante.
He querido traer este texto aquí, a esta Escuela de Ciudadanos, porque para mí el profesor José Luis López-Aranguren (1909-1996), a quien conocí en Estados Unidos, cuando ya nuestra vida, la de Román y la mía, se rompió y ambos tuvimos que emprender otros caminos, porque no podíamos seguir en nuestra Universidad. Tuvimos que tomar decisiones sobre nuestras vidas. En ese sentido, para mí, conocer a Aranguren fue algo muy importante.
El profesor Aranguren era una persona muy especial. No solo, que también, por la parte que los que somos de su generación, sobre su compromiso con la sociedad de su tiempo, sino por su vida personal. Fue una de esas personas que te dan algo especial, que te va a servir mucho en la vida. No solo para tus posiciones o tu visión ideológica de la vida, sino también en una serie de detalles que te marcan.
Hace tiempo, me pidieron que interviniera en un homenaje que organizaron a Aranguren. Me dijeron, los filósofos y los colegas que la organizaban, que querían la visión de alguien que hubiese sido amiga suya, simplemente amiga. La visión de alguien cercano. Me dije: escribiré un texto muy literario. Desentonaba un poco en aquel catalogo que elaboraron, con unos textos muy sesudos. Pero eso era lo que yo podía aportar y a mí me gusta. Creo que a él también le hubiera gustado, sobre todo porque lo escribí pensando en él. Aranguren era una persona muy especial.
El texto se titula Aranguren en Isla Vista. Isla Vista, situado en el condado de Santa Bárbara, es el pueblo donde vivíamos los estudiantes que estudiábamos en la Universidad de California. Allí fuimos a parar.
Aranguren en Isla Vista
Fue en la primavera de mil novecientos sesenta y cinco cuando el nombre de José Luis López-Aranguren se hizo verdaderamente famoso entre los estudiantes. Los estudiantes que no éramos de la Facultad de Filosofía y Letras y no le conocíamos ni de vista cercana o lejana, solo sabíamos que era catedrático de Ética y Sociología pero no un catedrático cualquiera, no uno más.
Aranguren era una personalidad relevante, alguien conocido fuera de España. Cuando se supo que estaba de acuerdo con las reivindicaciones de los estudiantes se extendió una ráfaga de optimismo porque Aranguren se declaraba demócrata-cristiano, y eso también le significaba en aquel panorama de tan escasas, por prohibidas, particularidades políticas y sumar a la lucha de los estudiantes el apoyo de los demócratas-cristianos suponía un paso importante.
En ese contexto, en aquella lejana primavera de 1965 Aranguren, encabezó, junto a los también catedráticos Agustín García Calvo, Mariano Aguilar Navarro y Santiago Montero Díaz, una de las grandes manifestaciones estudiantiles de la época, la que acabó de aquella forma, que tanto se comentó, con el uso de la manga riega por parte de la policía y que parecía indicar que se había iniciado una nueva época.
Las cosas se ponían serias. La lucha estudiantil podría tomar tintes más violentos. Que un chorro a toda presión, desde una tanqueta gris plomo, cayera sobre tu espalda y te empapara, no tenía ninguna gracia. Los estudiantes, sentados en el suelo, soportaron estoicamente los primeros chorros, pero al final salimos todos corriendo. No sé qué les pasó a los catedráticos. No sé si la manga riega les respetó o se cebó sobre ellos. Estaban en la cabeza de la manifestación. Días después, los catedráticos fueron separados de sus cátedras de forma temporal y así fue como se hicieron tan famosos entre los estudiantes.
En septiembre de 1972, mi marido y yo viajamos a Santa Bárbara (California), yo tenía la intención de matricularme en el departamento de Lengua y Literatura española y portuguesa y, de ser posible, dar clases de Lengua como ayudante. Aranguren era profesor invitado del Departamento, me dijeron. Sí, el famoso Aranguren. Eso era un aliciente, porque tenía fama de ser un magnífico profesor, pero a la vez me intimidaba un poco, como me suele ocurrir -creo que no solo me pasa a mí- con la gente importante.
En el departamento había otras celebridades: Arturo Serrano Plaja y Jorge Desena poetas. Serrano Plaja llevaba ya muchos años en Santa Bárbara. Era un exiliado de la Guerra Civil. Había tenido los cuadros del Museo del Prado bajo su responsabilidad, en pleno bombardeo de los nacionales.
Las cosas no pudieron funcionar mejor. Me aceptaron en el Departamento. Me dieron una matrícula gratuita y, para rematar, me asignaron un puesto de trabajo. Aranguren daba unos seminarios sobre Literatura española del siglo XX. Me apunté y, el primer día de clase, me acerqué a él. No recuerdo qué le dije, ni qué me dijo él. Ese tipo de situaciones me producían tanta timidez, que puede que se haya borrado por eso, para no revivir un momento de esfuerzo y malestar.
¿Cómo se presenta alguien ante un superior? Hay una fórmula, pero parecía una descortesía no hacerlo. Yo era la única estudiante española del Departamento y, a fin de cuentas, tenía algo que decirle. Yo había estado en aquella manifestación de la manga riega. No en la primera línea, como él, sino hacia la mitad.
Tenía otra cosa en común con él y era que yo también había sido represaliada. Eso no se lo dije. En mi segundo año de carrera había sido expulsada de la facultad de Ciencias Políticas, en la Universidad Complutense, de forma temporal, por haber tomado parte en una encerrona en el Paraninfo. Así que los dos habíamos sido separados de nuestras actividades, pero el expediente disciplinario había sido tan traumático para mí, que no me gustaba comentarlo con nadie. Quería que desapareciera de mi vida, y creo que mientras que estuve en California lo llegué a olvidar. Es ahora, mientras escribo estas líneas, cuando me doy cuenta de que también compartía ese rasgo con él.
Nos fuimos haciendo amigos poco a poco. Esta es la palabra amistad. Eso era lo que antes que nada Aranguren ofrecía y pedía: amistad, algo inesperado en una persona famosa. No sé en qué momento se incorporó Aranguren a las fiestas de fin de semana del pequeño grupo de españoles que habíamos ido a parar a aquella universidad californiana. Tampoco recuerdo bien si un día le comenté, sin duda con timidez, si nos íbamos a reunir en casa para cenar el viernes o el sábado y si quería venir, o si alguien, que lo había conocido en Madrid, en la Facultad de Filosofía y Letras, lo trajo a casa con aquella informalidad que imperaba en California, más aun los fines de semana.
El caso fue que, a partir de cierto momento Aranguren, se convirtió en una de las personas fijas de las parties como se llamaban aquellas fiestas. ¡Cómo no añorar aquellos parties! Yo, que no había cocinado en mi vida, me vi convertida en cocinera de comida fácil y barata. Nunca había sido anfitriona tampoco, ni había bebido dos vasos de vino seguidos, ni fumado marihuana. No había disfrutado de un ambiente como ese, relajado, casi feliz. Discutíamos, reíamos, escuchábamos música. Mi hijo Diego gateaba sobre la moqueta, o sentado jugaba muy concentrado con algo que todavía no eran los clips, pero que ya los presagiaban. Todo, menos irse a dormir cuando había gente en casa,.
¿De qué hablábamos con Aranguren? De nada en particular, de la vida que llevábamos allí, de cómo eran los norteamericanos, de los supermercados, de las playas,...A veces, comentábamos las noticias que nos llegaban de España, especulábamos sobre el futuro, sobre esa democracia que parecía tan lejana. Hablábamos de todo eso y quién sabe de cuantas cosas más, pero sobre todo estábamos a gusto, contentos de estar allí, en aquel lugar sin invierno, rodeados de jóvenes de pelo largo y de pelo desgastado, siempre sonrientes.
Había tiempo para todo, para ir a clase, para estudiar, para pasear por la playa, para cocinar, para reunirse con los amigos, para escuchar música. Habíamos escapado de un ambiente oscuro, opresivo, aquí no había prohibiciones y se nos pasaba por la cabeza, por primera vez en mucho tiempo, la idea de ser felices, simplemente felices.
¿Qué representó para Aranguren su etapa californiana? Como para casi todos nosotros, creo que aquellos años fueron un paréntesis en su vida, y un paréntesis luminoso, apacible. Daba la sensación de haber descubierto dentro de sí una gran capacidad para estar con los jóvenes, para ser uno de ellos. No le gustaba pontificar, nada de lo que tuviera que ver con una opinión contundente y tajante. Buscaba siempre los matices. Apenas había diferencia entre el Aranguren de los parties y el Aranguren profesor. Ignoro cómo habían sido sus clases en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense de Madrid, pero allí, en Santa Bárbara, eran, cada una, una experiencia distinta.
El objetivo de Aranguren era hacernos pensar, que nos hiciéramos preguntas, suscitarnos dudas. En cada clase se comentaba una novela. Recuerdo en particular dos novelas Nada, de Carmen Laforet y Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, dos grandes títulos. Contestábamos titubeantes a las preguntas que Aranguren había formulado, mientras él desviaba la mirada, sin duda para no ser impositivo, aunque resultaba un poco desconcertante. ¿Es que lo que estábamos diciendo no era oportuno, carecía de verdadero interés?
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Soledad Puertolas, con los miembros del Club de Lectura de la Biblioteca
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Retrospectivamente, rememorando aquellas clases en las que he pensado mucho, porque significaron mucho para mí y siempre he pensado que había en ellas una especie de clave que se va desvelando con el tiempo, creo que el método de Aranguren se basaba precisamente en el desconcierto. Sí, de ahí era de donde había que partir. Hacernos preguntas que nos desconcertaran, que nos hicieran dar algunos pasos más de los que se dan habitualmente cuando se comenta una obra literaria, pasos imprevistos, audaces, ir por encima de la sintaxis, de la dimensión de los párrafos, de la técnica empleada, ir hacia dentro, hacia el núcleo de la creación.
Todo está allí, en el texto pero a veces se nos pasa por alto. Solo son sombras y huellas, pero si miras bien, de pronto lo ves. Mirar bien, eso es lo que hay que hacer. Mirar limpiamente, con confianza, no en busca de algo que te han dicho que vas a encontrar, sino con el ánimo inocente. A ver: ¿qué me dice esto a mi? Esta era la operación a la que nos empujaba Aranguren. A mirar dentro de nosotros mismos, a estudiar nuestras reacciones, nuestros gustos.
Fue un excelente profesor de Literatura, y curiosamente su actitud en clase le emparenta con otro gran profesor, Arturo Serrano Plaja, con quien, fuera del aula, no parecía tener mucho en común. Me refiero al carácter, a la personalidad, posiblemente en cuanto a ideas estaban cerca, eran los dos personas comprometidas con su tiempo, con una profunda voluntad de honestidad y de conocimiento. Eran creyentes, aunque ninguno de los dos lo pregonaba. Pero, en todo lo demás, y en lo que hacía Serrano Plaja, y sobre todo a la relación que establecía entre los alumnos, eran dos personas diametralmente distintas.
Serrano Plaja, en cuanto finalizaba la clase, se marchaba. Casi podía decirse que huía apenas sin mirarnos, como si le hubiera entrado de repente una gran timidez. Aranguren nunca tenía prisa. Se terminaba la clase y seguía sentado o se levantaba despacio, y se quedaba un rato de pie hablando con un alumno, avanzando lentamente hacia la puerta. Sin embargo, era un hombre tímido, otro punto en común con Serrano Plaja. Pero ya se había acostumbrado a serlo, a vivir con ese tímido que llevaba dentro de sí, y que se doblegaba a su inmensa curiosidad, a su necesidad de compartir con los demás los grandes y pequeños descubrimientos de la vida. Era un tímido que no se resignaba a serlo, que se quedaba siempre ahí mirándolo todo, siendo parte de todo. Alrededor de la mesa del aula, los estudiantes, empujados por sus preguntas, indagábamos a través del texto que habíamos leído en casa y que ahora parecía distinto, mucho más poblado de misterio que antes.
Creo que la literatura le proporcionó a Aranguren un campo nuevo de exploración y que lo disfrutó y lo hizo disfrutar a sus alumnos. De él aprendí a encontrar, en la visión que cada persona tiene de las cosas, una base de razón. El lector crea el libro. Ante los comentarios más absurdos y descabellados, Aranguren se quedaba un momento callado, como meditando, y cuando empezaba a hablar no era nunca para rebatir cuanto acababa de ser dicho. No he conocido en mi vida a nadie tan capacitado como Aranguren para discutir y debatir con tranquilidad, sin alterarse. No se enfadaba nunca, no se extrañaba de nada. A veces impregnaba su palabra de un más o menos remoto tono irónico y entonces sabías, o sospechabas que, poco a poco, te iría mostrando que lo que habías expresado con tanta seguridad no estaba ni mucho menos tan claro.
Y como las lecciones de Aranguren no finalizaban cuando terminaban las clases, esta enseñanza puede aplicarse a muchos campos. El fundamental, nuestro juicio sobre las personas. Esta era la capacidad de Aranguren: comprender mucho más que juzgar. Las personas eran para él un todo muy complejo. Se resistía a reducirlas a uno u otro rasgo por llamativos que fueran. Solo he conocido a otra persona que se relacionara con los demás de esta forma tan generosa, mi madre. En ella era una tendencia natural. Reconocía sus límites para valorar el comportamiento de las personas. Más aun, cuando no lo entendía ni le gustaba, se decía que debía existir una razón oculta y poderosa para explicar esas actitudes que ni comprendía ni aprobaba.
Como conocí a Aranguren cuando ya se encontraba en la plenitud de su madurez, no puedo saber si en él era también una tendencia natural o fruto del conocimiento. Las enseñanzas de las personas que se refieren al modo de comportarse respecto de los demás, las que modulan nuestra personalidad y nuestra forma de estar en el mundo, no pueden resumirse en dos o tres puntos.
Aranguren fue una de esas personas. No trataba de imponerse sobre sus alumnos, no trataba de convencer a nadie de sus verdades y descubrimientos. Quizá se sentía testigo de su tiempo y valorándolo mucho no quería perderse ni un segundo de él. Solía decir que en su vida había llegado tarde a todo, como si le hubiese costado mucho decidir dónde estaban esos lugares a los que quería llegar. La vida, inevitablemente, arroja sobre nosotros alguna clase de culpa, pero eso nos proporciona la capacidad de comprender a los demás.
Nuestra vida está llena de cosas, aparentemente contradictorias. Pero no te aísles, sigue de cerca a los otros, sigue aprendiendo de los otros. Esta es la verdad que transmitía Aranguren. La verdad que no cesa, el vínculo esencial. Y tengo la impresión de que sus años californianos fueron esenciales para fijar todos los matices.
En contraste con la tensión que imperaba en la universidad española, y con el ambiente de opresión que marcaba la vida la simple vida cotidiana y callejera, California nos ofreció a todos un espacio donde lo fundamental parecía ser disfrutar de la vida. Esta frase, hoy tan en boga que ha acabado por hacerse casi antipática, allí tenía pleno sentido, porque nos enseñaba lo que no habíamos tenido, la importancia del buen tiempo, de los paseos por la playa, la ropa ligera, la música, el dejar pasar las horas en el jardín en compañía de amigos. Había un trasfondo contestatario político. Eran los últimos años de la guerra de Vietnam y el comienzo del caso Watergate. Había manifestaciones contra la guerra y se sabía que ya se estaba perdiendo, que tarde o temprano Estados Unidos abandonaría Vietnam.
Aranguren vivía en Isla Vista, el barrio de los estudiantes. Casas de apartamentos sobre un acantilado, jardines descuidados con sofás en el porche, plantas en todos los rincones de la casa, el sutil sonido de láminas de cristal agitadas por la brisa. Eso era lo que rememorábamos las veces en que, de regreso a España, nos volvimos a reunir con él. Aquella suavidad creo que se quedó dentro de Aranguren para siempre, que se asentó sobre aquel punto de melancolía que residía en el fondo de su mirada.
Aranguren regresó a Madrid y nosotros también regresamos. Cada vez que nos veíamos, mucho menos de lo que nos habíamos visto en California, porque aquí no había mucho espacio para aquella clase de vida y de encuentros, ese ambiente que habíamos conocido se reproducía un poco como un telón de fondo. Unos jirones de aquel paisaje, de aquellas calles, flotaban en el aire y nos mirábamos con complicidad.
Muchas gracias.
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