“Cultura equivale a desarrollo intelectual, a civilización. Y política viene a ser, en teoría, el arte de orientar y consolidar esa civilización. Ambos conceptos se complementan”
“Imposible concebir ningún trabajo cultural al margen de la realidad histórica en que se produce. Imposible aceptar, insisto, que ese trabajo se verifique sin contagio social alguno”
“Lo único que puede hacer el escritor para intentar corregir las erratas de la historia, es actuar según sus posibilidades. Esto es, acrecentar con su escritura la sensibilidad ajena”
“Quien lee, nunca se sentirá lejos de los demás. La lectura es una operación solidaria de múltiples compensaciones sensoriales”
“Leer a los grandes escritores universales me sigue pareciendo una inmejorable excusa para sortear el peligro del desánimo, y consumir de paso ese beneficio social de la cultura, propio de todo buen ciudadano”
Texto íntegro de la conferencia de José Manuel Caballo Bonald pronunciada el día 15 de octubre de 2010 en la Biblioteca Municipal 'Lope de Vega' de Manzanares en el III Curso de la Escuela de Ciudadanos.
Buenas tardes. Agradezco mucho en primer lugar a Román Orozco sus inteligentes y amables palabras, unas palabras tan generosas, que enseguida se ve que son obra de un amigo, de un viejo amigo. Y le agradezco asimismo que me haya invitado a intervenir en esta tribuna ya tan prestigiada. Me siento realmente muy honrado y muy satisfecho por haber podido volver, aunque sea fugazmente, a estas tierras, a Manzanares.
Pienso que el título Cultura literaria y
compromiso, con el que se ha anunciado mi charla, necesita de alguna
precisión.
Siempre me ha parecido redundante el hecho de unir
los términos cultura y compromiso. Cada uno de ellos presupone al otro. Porque,
¿puede existir un proyecto cultural coherente desvinculado de la historia en
que se produce?, o al revés, ¿es legítimo hablar de cultura sin asociarla de
algún modo al concepto general de la política?
Recuérdese que cultura equivale a desarrollo
intelectual, a civilización. Y política viene a ser, en teoría, el arte de
orientar y consolidar esa civilización. Ambos conceptos se complementan, se
fusionan en una misma aspiración, la de conseguir que todos los integrantes de
una sociedad sean más libres, más solidarios.
Partiendo de esos conceptos, voy a esbozar algunas ideas sobre lo que yo creo que debe ser la función del escritor como participante en la forja de una sociedad. En la defensa de lo que se entiende por un buen ciudadano.
Imposible concebir ningún trabajo
cultural al margen de la realidad histórica en que se produce. Imposible
aceptar, insisto, que ese trabajo se verifique sin contagio social alguno.
Desentendido de las preocupaciones humanas de cada día. Recuérdese ese viejo
concepto del compromiso del escritor como conciencia crítica de la sociedad.
Para la gente de mi edad, es decir, para los que hemos vivido desde niños los
infortunios de la posguerra, el concepto sartreano del engagement (compromiso) supuso un inevitable factor de cohesión
moral. A partir de ahí, de ese compromiso, el propio trabajo creador debía
estar supeditado a su eficacia como tal aportación a la causa de la libertad,
al progreso social. Y por consiguiente, tenía que poner al descubierto, sacar a
la luz las injusticias y abusos que se producían a su alrededor.
¿Pero cómo contribuir a remediar esas averías
sociales? ¿Bastaba para ello con denunciar esa situación por medio de la
palabra escrita? ¿O lo que realmente hacía falta era la acción directa del
escritor con independencia de lo que pudiera escribir?
Todo ese complejo asunto replantea algunas viejas contradicciones de hace 40 o 50 años, es decir, en plena época asfixiante de las posguerra, que es la que yo viví. En los años 40, en los años 50, se insistía mucho en que lo primero que debía hacer todo escritor comprometido era compartir sus opiniones morales con sus presuntos lectores, tratando de incentivar así, de comunicar a través de sus lectores algún necesario cambio social.
Desde la regeneración, permítanme un
recuerdo del pasado, desde la regeneración cultural promovida por los
ilustrados, por los racionalistas, se ha venido repitiendo de muchas maneras
que la voz del escritor alcanza un eco que lo sobrepasa, con independencia de
sus otros valores puramente artísticos. Lo que el escritor dice es en teoría
escuchado, y lo que calla también es tenido en cuenta. Esto es importante:
poner el dedo en la llaga supone una dignificación moral. Y guardar silencio,
una perfidia. Sartre, por ejemplo, consideraba a Flaubert y Gouncourt
responsables subsidiarios de la represión que siguió a la Comuna de París,
porque no escribieron una sola palabra para impedirla. ¿Es tolerable tan grave
acusación?, cabe preguntarse. ¿Correspondía a esos escritores una activa
implicación personal en los hechos?
No sé si peco de ingenuidad, pero cada vez tengo más claro que lo único que puede hacer el escritor para intentar corregir las erratas de la historia es actuar según sus posibilidades. Esto es, acrecentar con su escritura la sensibilidad ajena. Tratar de suministrar al ciudadano un más provechoso disfrute del arte de escribir. Bien entendido que, lo que el escritor piensa, está reflejado en todo lo que escribe, de modo que su más exigente compromiso con la sociedad, muy bien podía consistir en dotar del mayor grado posible de eficacia artística a su propia obra.
Esa actitud ya es socialmente útil,
cumple con ese objetivo de sensibilización de la ciudadanía. Como se ha
reiterado tantas veces, el compromiso del escritor incluye antes que nada el
compromiso con el lenguaje, esto es, con el instrumento que utiliza para crear
su versión del mundo.
Cierto que hay momentos en la vida de todo escritor
responsable en que las exigencias de la historia pueden más que la voluntad de
ejercer su oficio sin otras preocupaciones que las estrictamente literarias.
Ningún artista puede sustraerse a ese papel de testigo, de crítico de la
sociedad en que vive y del poder que la condiciona.
Una tesis que, aparte ya de manoseada, suena ya a deficiente, pero que aún conserva una palmaria vigencia, entre otras cosas porque esa función crítica de los intelectuales frente al poder siempre será tildada de prescindible por parte de quienes disponen del poder. De sobra sabemos que el pensamiento crítico está siendo sustituido, cada vez más, por el pensamiento único en los grandes centros dominantes.
La mundialización financiera, el
capitalismo desalmado, la globalidad partidista, se desentienden, por sistema,
de la libre tramitación de la cultura. Igual podría decirse de los fanatismos
de cualquier signo y de la mala educación generalizada. Y el escritor tiene que
intervenir en esa situación anómala, rechazándola con su palabra escrita o, en
cualquier caso, con su comportamiento social. El artista es por definición un
vigilante del poder, sea el que sea ese poder. Un crítico de sus presuntos
desvíos y atropellos.
Decía Machado, y cito textualmente sus palabras:
“Para nosotros, disfrutar y defender la cultura son una misma cosa. Aumentar en
el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante”, y continúo la cita: “Como
hombre, el artista participa en toda época del resultado de las contingencias
que en su seno se encrespan y estallan. En España, en estos momentos, las
cuestiones políticas y más concretamente, las sociales, a todos nos atañen tan
directamente que es imposible librarse de que nos preocupen”.
Esto lo dijo Machado en los días terribles que
precedieron a la victoria del fascismo. Pero son aplicables a cualquier otro
tramo de nuestra historia reciente. Hay quien opina que no, que tras el arduo
advenimiento de la democracia, ya no es necesaria esa toma de
partido moral. Es como si el compromiso hubiese pasado de moda, no tuviera ya
justificación.
Antes la política servía de aglutinante a los escritores que defendían la democracia. Ahora, la supuesta libertad de la cultura tiende a desplazar esa postura solidaria, comprometida. Yo creo que la consciencia vigilante de que hablaba Machado, ni es privilegio de unos pocos, ni debe ser relegada dentro de la común preocupación de los escritores, sino de todos los demócratas.
Me tienta añadir una acotación
marginal a este respecto. Siempre he considerado indispensable el fomento de la
lectura en todo programa de reactivación cultural, o de la llamada hoy,
oportunamente, Educación para la
ciudadanía, eso que muchos están impidiendo ahora que realmente se
canalice. Leer es recuperar lo que hemos vivido, incluso lo que no hemos
vivido, aun pensando en nuestras propias carencias.
El libro es un acompañante fiel y disponible, un
confidente que estará siempre dispuesto, no ya a confiarnos una y otra vez su
intimidad, sino a oírnos. Su capacidad dialogante jamás se agota. Quien lee,
nunca se sentirá lejos de los demás. La lectura es una operación solidaria de
múltiples compensaciones sensoriales.
Recuérdese que todos aquellos que han programado
desde los tiempos de los terrores inquisitoriales hasta los de cualquier censura el
mantenimiento de sus poderes y privilegios, han coartado la libre circulación
de las ideas. Los abyectos enemigos históricos de los derechos del hombre, han
recurrido siempre a una suprema barbarie, la hoguera: o quemaban herejes o
quemaban libros. En las imágenes futuristas de un mundo despersonalizado,
regido por computadoras, la quema de libros representa algo más que un
mandamiento atroz, es una nueva metáfora de la esclavitud.
Todos sabemos que destruir, prohibir ciertas lecturas ha supuesto siempre prohibir, destruir ciertas libertades. Quien no leía, tampoco almacenaba conocimientos, y quien no almacenaba conocimientos era apto para la sumisión, de lo que fácilmente se deduce que todo demócrata, que toda democracia, será tanto más efectiva cuanto más propicie el ascenso cultural de los ciudadanos.
La difusión integral de la cultura
debe acompasarse a la renovación de las ideas, a la recuperación de la lucha
ideológica, de la voluntad crítica, inherente a toda democracia. Ese es el
compromiso al que vengo refiriéndome. El compromiso con la sociedad, con la
libertad, con la justicia, con el medio ambiente, con los derechos humanos, en
suma. Y justo es recordarlo en un ciclo
acogido al honroso y oportuno título de Escuela de Ciudadanos.
Todo escritor que se precie también está condicionado por esa ineludible responsabilidad, la de ser de alguna forma, directa o indirectamente, un portavoz de los derechos humanos. No quiero decir que lo que escriba deba atenerse a ninguna clase de consigna. En ese sentido, basta con que su obra, gracias a los estrictos valores que contenga, sirva, de una u otra forma, para llenar de nuevos contenidos la experiencia del lector, del ciudadano.
Me gustaría esbozar algunas ideas
sobre la lectura, a través de mis propias experiencias. Con la lectura
precisamente porque, insisto, el hábito, la costumbre de leer supone sin duda
uno de los máximos mecanismos de progreso social que deben integrarse en la
educación de la ciudadanía, esa tan denostada.
Podría argumentarse que todo buen ciudadano no
podría dejar de ser un buen lector. Por lo que a mí respecta, siempre me ha
parecido lógico pensar que la biografía de un escritor está tan estrechamente
vinculada a los libros que ha escrito como a los que ha leído.
Los años y los libros tienen, en ese sentido, una relación muy estrecha. Tampoco es que comparta aquella afirmación excesiva de Borges a propósito de que él se enorgullecía de los libros que había leído, mientras que otros se jactaban de los que habían escrito. Yo no llego a tanto, pero los libros que he leído desde mi ya remota infancia constituyen como una especie de espejo múltiple, donde me veo frecuentemente reflejado, y donde a veces no consigo reconocerme del todo. Sea como fuere, en esos libros se alojan todos mis descubrimientos de la vida. Precisamente porque también en esos libros descubrí esas vidas. El espacio que ocupan viene a ser el espacio natural de mi biografía de escritor.
Pero qué libro o qué libros fueron
los que realmente primero alcanzaron a seducirme? Los que se convirtieron de
hecho en el origen de mi educación sentimental y educación literaria. Yo fui un
lector bastante precoz, quizás por eso no oficié demasiado pronto como un
aprendiz de poeta. Prefería leer antes que aspirar a ser leído.
Recuerdo muy bien aquellos años de adolescente y
aquellas lecturas nunca olvidadas. Para muchos escritores, las horas más
emocionantes de la infancia remiten al encuentro con algún libro que luego se
convertiría en inolvidable. El simple hecho de elegir un libro y aislarte con
él para compartir no se sabía qué emociones, ya tenía algo de ceremonia
placentera. Lo recuerdo muy bien, como si estuviera viviéndolo en mi lejana
casa materna en Jerez. Nunca he olvidado aquel incipiente lector, un poco
retraído, un poco desconcertado, crecido
en la hostilidad ambiental y en las alarmas de un tiempo temible, cuando quizás
buscara en un libro lo que aquel infortunio histórico de la guerra le impedía
alcanzar.
En la pequeña biblioteca de mi casa familiar había
algunas novelas decimonónicas de escaso relieve y algunos ejemplos parciales de
la novela, de la poesía romántica y modernista. Yo iba espigando a ciegas entre
esos libros, sin ningún tipo de consulta previa y los hojeaba o leía muy por
encima, pero en ellos descubría un raro atractivo, una especie de sensación de
que algo había allí que me ofrecía la posibilidad de acceder a un mundo
ignorado y excitante.
En el colegio, en aquellos primeros años de
bachillerato, nos habían hecho aprender de memoria algunas composiciones
poéticas del Siglo de Oro, como era habitual, aparte de algún ejemplo
romántico, alguna letrilla más o menos patriótica, pero nada de aquello me
produjo ningún especial interés. No sé si porque eran lecturas obligadas o
porque los textos seleccionados no me resultaban especialmente atractivos.
Un día, entre los libros que fui
encontrando por ahí, de forma desordenada, independiente, leí uno que me sedujo
de modo especial, de manera desusada: El rey del mar, de Salgari. Las
hazañas heroicas de Sandokán, los magníficos lances de aquel pirata justiciero,
me parecieron de lo más fascinante. Esos consabidos conceptos de la libertad
del navegante, del amor como destino intrépido, se convirtieron en otros tantos
nutrientes de mi fantasía. A la que tampoco empezaba a ser ajena la figura de
Espronceda, el cantor de la mar como única patria, sobre todo por su ejemplo
como hombre de acción, como luchador de una libertad de cuño romántico, frente
al absolutismo de aquella primera mitad del siglo XIX.
Mi devoción por las novelas de aventuras, sobre todo por las ambientadas en el mar, viene de ahí, y se acrecentó cuando cayó en mis manos un libro que me dejó una huella muy acusada: El lobo de mar, de Jack London. El protagonista de esa atractiva novela de aventuras, el lobo Larsen, pasó a ser el prototipo del navegante cuyas peripecias merecían, al menos, el privilegio de ser imitadas.
Esas lecturas de novelas de tema
marinero se fueron ampliando bien pronto a Conrad, Melville, Stevenson, y a
tanto llegó mi devoción, que un día, de pronto, decidí estudiar Náutica par
poder embarcarme como piloto de altura y emular así las hazañas de esos héroes
novelescos. Luego, todo eso se vio frustrado, no por la dura realidad del
oficio de marino, sino porque padecí un afección pulmonar y acepté la evidencia
de que mi salud no daba para muchas navegaciones. Me imagino que fue durante
aquellos obligados meses de reposo cuando comprendí que si quería ser escritor
fue porque mis lecturas me habían proporcionado también una querencia poderosa:
parecerse a quienes escribían los libros que más me gustaban, esto es, tratar
de escribir como mis escritores predilectos.
Quizás fue entonces cuando cambiaron mis
inclinaciones literarias. Pienso que todo eso no fue más que el resultado de un
largo proceso de intuiciones, de compensaciones, más o menos imaginativas, y
que esa variedad de sensaciones y sugerencias contribuía, en definitiva, a
habituarme a la cultura de la libertad. Y si un libro no nos enseña algo, como
me ocurría a mí con frecuencia, no nos agrada o no nos divierte, siempre queda
la opción de buscar otro. La obligación de leer un libro tampoco debe ser nunca
tenida en cuenta, hay que elegir lo que más te guste, para poder seguir
leyendo.
Yo estaba seguro que había muchas personas que en el momento oportuno escogerían un libro como quien escoge el itinerario de un viaje y se internarían por él sabiendo que allí les aguardaba una aventura desconocida, un mundo cuya presunta fascinación ellos podían encargarse de interpretar a su modo y asimilar como un espectáculo por ellos mismos programado. Es como si el lector pudiese ir más lejos que el autor, descubriendo lo que éste quizás solo alcanzara a esbozar. Sin esa contribución fructífera ningún libro alcanzaría su más propio destino, el de servir de fértil alianza entre quien escribe y quien lee. De no ser así, el acto creador de la escritura quedaría incompleto. El lector justifica la literatura.
Es posible que todo eso lo piense
ahora, pero lo que me importa ahora destacar es, sobre todo, un episodio que
influyó decisivamente no ya en la efectividad de mis lecturas sino en mi
vocación de escritor.
En mi Jerez nativo también había un viejo erudito
republicano que había conseguido salvar de la quema una estimable biblioteca,
era amigo de mi familia y cuando supo que yo andaba con averías en el pecho y
que era aficionado a leer, me llevó a casa en calidad de préstamo, actitud insólita
en un bibliófilo, dos libros: La antología de poesía española de Gerardo
Diego y La segunda antología poética de Juan Ramón Jiménez. Dos libros
que tuvieron para mí el valor de un punto de partida, de un modelo que me
mostró una desconocida manera de interpretar la realidad por medio de la
palabra. Juan Ramón supuso el descubrimiento de otro horizonte estético, de
otra sensibilidad poética. Todavía recuerdo la extraña emoción, el extraño
sentimiento de plenitud que me produjo esa poesía. Una emoción que respondía
sobre todo al hecho de sentir que estaba descubriendo una desconocida manera de
mirar el mundo, de entender la vida.
Creo que en esa antología, en la antología de Diego,
también encontré unas pistas para salir del atolladero literario en el que
andaba metido, si es que andaba metido en algo que no fuera la melancolía del
convaleciente. Allí me empecé a familiarizar con los poetas del 27: Cernuda,
García Lorca, Guillén, Salinas, Aleixandre, Alberti. Estoy seguro de que si yo
no hubiese sido lector de esos poetas mi trayectoria literaria hubiese sido muy
distinta. Quiero decir que yo comencé a escribir poesía porque primero fui
lector de esa poesía.
Más de una vez se ha dicho que siempre se escriben aquellos libros que a uno le gustaría leer. La aseveración también vale invirtiendo los términos, siempre se leen los libros que a uno le gustaría escribir. Quizás por eso mis años universitarios están marcados por una serie de lecturas que suplían en cierto modo mi todavía incierta capacidad para la escritura. El índice de obras que me abrieron puertas fue de muy varia índole. Más que alguna expresa recomendación docente, o a mis pesquisas en la censurada biblioteca de la Facultad, no pocas de mis lecturas de entonces procedían de préstamos de amigos que disponían de libros prohibidos. Tal fue el caso de dos de los títulos de los que me considero más deudor y que más me enriquecieron entonces: La realidad y el deseo, de Cernuda y Residencia en la tierra, de Neruda.
De mis enseñanzas en la facultad hay
algo que me impresionó muy vivamente, al margen de las aulas. Es un arco que va
nada menos que de la Grecia heroica a la España barroca y en cuyos extremos
podrían situarse la Odisea de Homero y las Soledades de Góngora.
La Odisea me sedujo al
principio, sobre todo por los modales poéticos del narrador de las aventuras de
Ulises, un tono y un tema que me hizo recuperar mi precedente afición a la
novela de ambiente náutico, acrecentado ahora por la espléndida fantasía
homérica.
En cuanto a las Soledades de Góngora sí puedo hablar de auténticos deslumbramientos. En las Soledades
se concentran como una obsesión ininterrumpida por ir inventando sustituciones
al mundo real, convirtiendo así a la escritura en la quintaesencia de la
imaginación. Muchas veces me perdía como lector, aún me pierdo, por la
intrincada selva de las Soledades, pero, de pronto, aparecía un claro,
una iluminación en el bosque, un prodigio verbal absolutamente incomparable.
Bueno, hay aquí otra lista de libros que me voy a
saltar porque tampoco voy a hacer un inventario exhaustivo de mis lecturas.
Pero quiero recordar que, antes de todos esos libros que tanto me impresionaron
y que tuve muy presentes siempre, algunos como Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke o La casa
encendida, de Luis Rosales. Pero quiero recordar que antes de todo eso, y
gracias a un profesor que nunca he olvidado, leí una selección del Quijote, la preparada por Gómez de la
Serna, que me animó a leerlo entero y a prolongar mis lecturas fervorosas hasta
hoy mismo, redescubriendo siempre lo que esa cumbre novelística tiene de inagotable.
Sería por esas mismas fechas cuando me adentré un día en las poesías de San Juan de la Cruz, uno de los hechos fundamentales de nuestra literatura clásica. La aparente simplicidad de esa poesía, su manifiesta brevedad, quedan vinculadas al profundo secreto, a la exquisita interiorización, a la delicadeza verbal de una experiencia que va más allá, incluso, de su alcance místico. Releer esos poemas equivale a vivirlos cada vez con una nueva y rara sensación. Eso es al menos lo que me pasó hace más de medio siglo y lo que me sigue pasando a estas alturas del milenio.
Dentro del desarrollo de mis
actividades literarias, hubo un momento en que me incliné más como lector y
como escritor por la novela. Fue un cambio que me sobrevino de repente y que
como cualquier cambio de esta naturaleza, ocurrió sin ningún motivo razonable.
Era como si hubiese perdido la fe en la poesía, como si se hubiese producido
una súbita mudanza en mi estado de ánimo y descreyera de la efectividad humana
y artística de un poema.
Algo tuvo que ver con todo eso la situación política
de España y la necesidad cada vez más acuciante de reflejar a través de la
literatura ese estado de cosas. El caso fue que leí ávidamente novelas porque
también pretendía escribirlas, pensando que ese era el mejor método para
intervenir en la realidad histórica que estaba viviendo. Fue mucho lo que leí
entonces, de modo desigual: La metamorfosis, de Kafka, El ruedo
ibérico, de Valle Inclán, ¡Absalom, Absalom!, de Faulkner, La
náusea, de Sartre… Son libros que me marcaron de forma muy evidente.
También leí en aquellos difíciles años las primeras novelas de Delibes, de
Cela, de Torrente Ballester, de Ana María Matute, más o menos por este orden o
por este desarreglo. Ni siquiera hace falta señalar el carácter heterogéneo de
esas referencias.
Creo que la diferencia estética de esos ejemplos define muy bien la pluralidad de mis opciones narrativas. También podría hablar, en este sentido, de otras predilecciones mías, entonces y ahora, en relación con la gran novela latinoamericana: Onetti, Rulfo, Carpentier, Lezama, Guimarães Rosa, García Márquez, algo de Cortázar, casi todo de Vargas Llosa. Una tradición a la que me siento muy próximo, no ya porque mi padre fuese cubano y yo haya vivido años en Bogotá y casi uno en La Habana, y porque algunos de mis primeros grandes amigos escritores fuesen latinoamericanos, sino por una profunda identificación estética.
Y ya termino, no sin antes recordar
que esas novelas tan diferentes corroboran la búsqueda, tal vez, de un compromiso
estético que era la consecuencia de otro previo compromiso moral. Por aquellos
años, a mediados de los cincuenta, a fines de los sesenta, la lucha por las
libertades democráticas exigía, sobre todo en esos años, que el escritor
adaptara su obra a esa lucha, utilizándola, en parte, como un vehículo de
agitación social. Mis opciones literarias también se supeditaron entonces a
esas gestiones políticas, pero del mismo
modo que me había centrado con atención perseverante en la novela o en las
memorias noveladas, regresé con entusiasmo casi excluyente a la poesía. Los
motivos podían ser tan arbitrarios y extremosos como los precedentes.
Se conoce que ya de viejo me he ido identificando
con un principio verdaderamente sabio, el de la incertidumbre. El caso fue que
de pronto, casi sin previo aviso, me volvió la fe en la poesía, recuperé el
tono y el deseo que ya daba por extinguido y me dediqué de nuevo a la lectura
de poetas a los que no frecuentaba desde hacía tiempo: los barrocos, los
románticos, los simbolistas, convenciéndome, una vez más, que en un poema
radica la máxima temperatura que puede alcanzar el instrumento del idioma.
Ahora ya, con los años, me dedico a releer más que a
leer. Releo a los clásicos de todo tiempo y lugar, desde la Odisea al Ulises
de Joyce, desde Cervantes a Shakespeare, desde los barrocos castellanos a los
simbolistas franceses, desde Clarín a Valle-Inclán, desde Flaubert a Proust,
desde Los placeres prohibidos de Cernuda al Llanto por Ignacio
Sánchez Mejías de García Lorca. Son unos ejemplos, entre otros muchos, de
esa inclinación a la relectura; que es desde luego un ejercicio sumamente
remunerativo. Decía Onetti, Juan Carlos Onetti, que le gustaría sufrir de
amnesia para leer de nuevo, como si fuera la primera vez, los libros que más lo
habían cautivado. No es mala idea. Leer a los grandes escritores universales me
sigue pareciendo una inmejorable excusa para sortear el peligro del desánimo, y
consumir de paso ese beneficio social de la cultura, propio de todo buen
ciudadano.
Los escritores que he citado, más los que he
olvidado citar, siguen siendo, realmente, los que más me ayudaron a leer,
perdón, a vivir y a escribir. Y por ahí ando yo todavía a ver qué pasa.
Muchas gracias.
Manzanares,
15 de octubre de 2010
El
Coloquio
A continuación, algunos de los presentes hicieron
las siguientes preguntas a Caballero Bonald.
Manuel
Serrano Señor Caballero, conozco su obra poética, porque
también soy poeta. Aunque no he leído sus novelas. Conocí sus Pliegos de cordel (1963) y desde
entonces he leído cosas suyas. Ahora mismo tengo en el bolsillo su libro Manual de infractores (2005, Premio
Nacional de Poesía), que he traído, pues me gustaría que luego me firmara…
Caballero
Bonald Con mucho gusto…
MS
Quería saber una cosa un poco bromística : creo que he leído en algún libro
suyo que versaba sobre el mar, tan próximo a donde usted vive, que naufragó
usted dos veces y que le quedaría una tercera para ser inmortal… ¿Es verdad o
es una boutade?
CB
Es una verdad poética. Yo me inventé ese
código no escrito de los viejos navegantes que decían que si uno se libraba de
un tercer naufragio, se hacía inmortal. Yo he tenido dos naufragios, de poca
monta, naturalmente. Uno de ellos, fluvial, en la desembocadura del
Guadalquivir, tampoco fue un naufragio de… Pero en todo caso, sobreviví, según
se ve. Y ya entonces, por una ideas más o menos ocurrente, poéticamente
hablando, pensé que si tenía un tercer naufragio y sobrevivía me iba hacer
inmortal y que eso era realmente muy incómodo, la inmortalidad. De modo que por
eso no navego más, porque no quiero tener la posibilidad de naufragar.
MA
A usted que, al menos por su poesía, le gusta la noche, la vida, le preocupa el
tiempo, tiene usted también un extraño insomnio, le gusta el lenguaje, ¿qué se
saltaría usted de la actual poesía?
CB
Soy poeta y he sido novelista, porque me he preocupado siempre por el lenguaje.
Me parece que es fundamental. El escritor trabaja con el lenguaje y por lo
tanto tiene que cuidarlo, que seleccionarlo para que su obra, sus textos sean
lo más artísticamente válidos posible. Esto actualmente parece que está un poco
desplazado de la atención de muchos escritores.
Un buen número de escritores no se preocupa por el
lenguaje. Siguen una tendencia, una tradición realista muy simple, muy plana,
muy explícita y a mí eso me interesa poco. No me interesa la poesía que no
trabaja con el lenguaje, ni la novela que no indaga en las posibilidades del
lenguaje, por eso he hablado de una serie de novelistas latinoamericanos que
son, en este sentido, ejemplares, desde Juan Carlos Onetti, a Juan Rulfo,
Carpentier, Lezama Lima, Borges… Bueno, Borges no es novelista, pero es un gran
prosista, hasta García Márquez y Vargas Llosa, por citar al último premio
Nobel.
Todos ellos están preocupados por el lenguaje, son
escritores que escriben pensando que en el lenguaje radica el valor intrínseco
de la literatura y que si uno se despreocupa del lenguaje, la literatura no
tiene valor. Y a mí no me interesa la literatura simple, plana.
Pregunta
Ha definido usted el compromiso social, cívico y político del escritor y en el
ámbito de la poesía, y le pregunto por el ámbito de la poesía porque el ámbito
de la novela lo veo de una manera diferente, ¿cree usted en la posibilidad de
una poesía social, política, tipo Gabriel Celaya, de la generación precedente a
la de usted, o considera que esto, como decía Claudio Rodríguez, ni es poesía,
ni es política?
CB
Los
temas en poesía son superficiales, bueno, no superficiales, son adyacentes. No
son importantes, porque realmente, de un tema cualquiera se puede hacer un
poema. Los temas en poesía, en literatura en general, son eternos: el amor, la
muerte, el paso del tiempo, etcétera. Esto está vivo en cualquier literatura en
prosa, o en verso, desde el origen de la literatura.
Lo que importa es tratar esos temas de una forma
especialmente válida, trabajando con el lenguaje. Por eso, a mí me parece que
lo que pasó con el realismo social de Celaya y otros escritores es que
supeditaron el valor de la poesía a su valor social, cosa perfectamente
respetable y que en aquellos años era casi obligado, pero que actualmente puede
dejar de tener sentido.
El escritor traspasa siempre a su obra, aunque no se
lo proponga su propia ideología. Pero otra cosa es escribir a partir de una
consigna previa ideológica. Eso es otra cosa muy distinta. Contra eso estoy en
contra.
Pienso que la poesía hoy, ¿por qué no puede estar
comprometida también socialmente en este sentido, siempre que el tratamiento de
esos temas políticos o sociales se produzcan con un lenguaje rico, con una preocupación lingüística de innegable
capacidad indagatoria.
Lo que pasa es que hoy es muy difícil hablar de lo
que ocurre ahora con lo que ocurría en mi época de joven comprometido con la
sociedad de mi tiempo y luchando políticamente contra el franquismo, que
entonces era absolutamente obligado.
En esos momentos históricos no se podía renunciar a
poner tu poesía, tu obra, al servicio de
esa causa. Pero, hoy, eso no es absolutamente necesario. Las libertades, para bien,
más o menos, están conseguidas, aunque yo pienso que cada vez van a estar más
restringidas. Pero, hoy por hoy, parece que uno puede decir lo que le de la
gana.
Pregunta
Ha dicho que está vinculado sentimentalmente a Cuba, pues su padre es cubano. Al hilo de esto y de la preocupación del intelectual de la cultura por los
temas políticos y sociales, ¿echa de menos en el ambiente cultural actual
español una manifestación más clara sobre lo que está pasando en Cuba, sobre la
dictadura cubana o por el contrario piensa que está bien, que hay suficientes
manifestaciones en ese sentido?
CB
Hay muy pocas manifestaciones en este sentido a no ser para manifestaciones
anticastristas. De otra forma, yo no he leído, o no conozco a nadie que haga
ahora una alabanza del sistema político cubano. Empezando por Vargas Llosa y yo
mismo, que estuvimos al lado de la revolución cubana, a principios de los años
sesenta, cuando la revolución recién triunfante, hasta mediados de esa época.
Pero a partir de ahí fuimos críticos con esa
revolución que había traicionado ciertos principios básicos de la moral social
o de la ética más evidente. Actualmente,
no se habla de Castro o del castrismo a no ser criticándolo. Cada uno es
libre de expresar sus puntos de vista libremente. Lo que no admito es lo que
antes estaba diciendo, que hoy se confunde mucho, si uno disiente de alguien,
disentir se confunde o equivale a insultar. Y eso es lo que me parece
absolutamente inaceptable, y es lo que está ocurriendo cada vez más. Se cree
que el adversario político merece toda clase de insultos. Nunca había ocurrido
eso y ahora cada vez ocurre más. Me parece un disparate y unos malos modales
que están muy a ras del suelo.
Vídeo de la conferencia:
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